La concepción de los derechos en las teorías teleológicas y deontológicas

Parte II

 

Por Lic. Jonathan Arriola

 

En el artículo anterior vimos las principales líneas argumentativas del utilitarismo. Señalamos que, para esta corriente de pensamiento, lo principal es la consecución de la felicidad general y que la justicia debe medirse según qué tan eficientes son las instituciones sociales en el logro  de ese fin. A continuación veremos, cuáles son los efectos  que esa noción tiene sobre la conceptualización de los derechos. Por otro lado, nos adentraremos en el estudio de la primera teoría deontológica y su concepción de los derechos. Esta es la teoría libertaria de Robert Nozick.

 

·       Los derechos en el utilitarismo.

 

El utilitarismo tiene una relación dificultosa con los derechos individuales. En efecto, como el principio rector de la sociedad es la satisfacción del mayor número de deseos individuales, los derechos sólo entran en la ecuación cuando éstos suman en favor de la maximización del placer. En ese sentido, podemos decir que la concepción de los derechos que defiende el utilitarismo es netamente instrumental, puesto que la defensa de los derechos dependerá ulteriormente de si éstos colaboran a arrojar un resultado positivo o negativo en términos de bienestar agregado. En caso de ser positivo, entonces los utilitaristas se harán los más acérrimos abogados de los derechos. Por ejemplo, defenderían la abolición de la esclavitud porque ello generaría una mayor y más barata mano de obra, lo que beneficiaría al conjunto de la sociedad. En caso de ser negativo, en cambio, los utilitaristas rechazarán la idea de la existencia de derechos intocables. Por lo tanto, estarían de acuerdo con retirar a los indigentes de las calles si ello atrajera mayor turismo. En definitiva, los derechos serán justificables para el utilitarismo a la luz de cuáles son sus consecuencias para la utilidad media de la sociedad.  

Al estar asentado en un empirismo estridente, el utilitarismo, como vimos, se opone a toda construcción metafísica, lo que incluye toda forma de iusnaturalismo.  De ese modo, el utilitarismo cancela la base teórica con la que el liberalismo había fundamentado los derechos del hombre. El utilitarismo no trabaja con la idea de que la naturaleza dotó al hombre con ciertos derechos intrínsecos, inalienables y fundamentales anteriores a la constitución de las sociedad civil y eventualmente oponibles al poder del Estado. Para el razonamiento utilitarista, ello es nada más que una pieza metafísica, tan quimérica como lo es la misma teología. Por su tajante rechazo a toda construcción metafísica, podemos decir sin temor a equivocarnos que el utilitarismo carece de una teoría de derechos propiamente dicha. Lo que la teoría liberal llama derechos, para la teoría utilitarista no es más que un conjunto de beneficios contingentes que pueden ser otorgados o no en virtud de lo que dicte un cálculo de utilidad. Los derechos, por lo tanto, sólo valen en tanto que medios para alcanzar el fin.

Al supeditar los derechos a la maximización del bienestar general y, en consecuencia, al instrumentalizarlos, el utilitarismo deja la puerta abierta para justificar políticas claramente discriminatorias. En efecto, puede darse la situación de que de la vulneración de una determinada minoría religiosa, sexual, económica, etc. se pudiera obtener una mayor utilidad general. En ese caso, y de acuerdo no habría a priori la posibilidad de invocar ningún supuesto derecho superior e inviolable que actuase como garantía contra un atropello, dado que, para el utilitarismo, tal cosa es inexistente. Al menos prima facie, el utilitarismo parece dejar bastante desprotegidos a aquellos que más fácilmente podrían tener sus derechos violados, puesto que las minorías, por el mero hecho de serlo, siempre estarán condenadas a tener un impacto marginal en la utilidad media de la sociedad.

 Aunque señalamos más atrás que, en una de sus dimensiones, el utilitarismo parte de una concepción individualista, es también cierto que el utilitarismo es, aunque suene contradictorio, profundamente anti-individualista. Explicamos esta paradoja. Si bien los utilitaristas parten del individuo a la hora de medir los niveles de bienestar ello no significa que el individuo tenga una predominancia absoluta en su doctrina. Más bien sucede lo contrario. Y ello porque, al mismo tiempo, el utilitarismo consagra la preponderancia del colectivo sobre el individual. Es decir: lo que importa es el bienestar agregado, no tanto el bienestar individual. Por otro lado, se puede argumentar que el utilitarismo no atiende apropiadamente a la singularidad de los individuos puesto que reduce toda su complejidad y pluralidad a tan sólo un puñado de preferencias o deseos que, por otra parte, dictamina, sin más, que son iguales para todos.

La despreocupación por la fundamentación de los derechos individuales que exhibe el utilitarismo responde a que su bagaje epistemológico, el empirismo o positivismo lógico, no deja espacio para la fundamentación de valores: los sospecha como perteneciendo a un reino distinto, sino antagónico, del reino de los hechos, esto es, del reino de la realidad. Se concibe así que la razón debe enmudecer frente a los problemas de la ética, de la estética y de la política, disciplinas relegadas al campo de lo no racional. Esta visión se hermanó con las teorías modernas de economía para producir una sociedad orientada, en su mayor parte, por un afán performativo y en donde los derechos, como la propia razón, se instrumentalizaron para la consecución de un fin que se concibe como empíricamente “dado” y “constante”: el placer.

 

1.     Las teorías deontológicas

 

a)     Los derechos en el libertarismo: el caso de Robert Nozick 

 

La filosofía libertaria, que experimenta un resurgimiento importante a partir de los años 70, es esencialmente feudataria del liberalismo clásico, más concretamente, de la filosofía de Locke (Parijs, Arnsperger, 2000, 43). A diferencia de lo que propone el utilitarismo, el libertarismo parte de la hipótesis del estado de naturaleza y se asevera la existencia de ciertos derechos naturales que, porque inalienables, no pueden ser, bajo ningún punto de vista, transgredidos por la sociedad o el gobierno.

De la pléyade de autores, como Humboldt, Friedman, Mises, Hayek, Steiner, etc., que propiciaron el regreso del liberalismo libertario a la escena política y económica, quizás haya sido Nozick el que mayor impacto haya causado, al menos en lo que a la teoría política se refiere.

El punto de partida de Nozick y, en general, de todos los libertarios es la idea de la auto-propiedad. Según la misma, en el estado de naturaleza los individuos se poseen a sí mismos, de modo que hacen fruición de unos derechos naturales prácticamente infinitos, a la vida, a la libertad y a la propiedad (Lambert, Roger, 1990). Dado ese principio de auto-propiedad, el individuo tiene un derecho absoluto a hacer con su persona lo que desee sin ningún tipo de restricción externa. Todo lo que sea hecho con su esfuerzo y con su talento es, como ya habían argumentado algunos escolásticos y el propio Locke, propiedad suya, tal y como si fuera una prolongación más de su propio cuerpo que, por lo tanto, no puede ser trasgredido.

Ahora bien, a diferencia de Locke, en donde los individuos signan un contrato mediante el cual renuncian a algunos de sus derechos en pos de constituir una sociedad política, en el caso de Nozick, el surgimiento del Estado se da tras proceso paulatino que involucra, no un contrato, sino la creación de las llamadas agencias de protección. Estas instituciones que cuentan con el consentimiento explícito de los individuos son creadas a través de diversos contratos para resolver los diferendos suscitados entre ellos (Boss, 1987, 62). Luego de un derrotero que no viene al caso explicar, Nozick argumenta que una de esas agencias se convertirá en el llamado Estado mínimo, que no es sino el famoso Estado juez y gendarme del liberalismo clásico.

Lo que Nozick quiere evitar con la idea de las agencias es que los individuos cedan más derechos de los estrictamente necesarios. En efecto, para cuando la agencia predominante se haya convertido efectivamente en un Estado, todos los individuos que integran el territorio de su competencia ya habrán otorgado su visto bueno para la emergencia de dicha institución, lo que implica que, por efecto de su propio consentimiento inicial, están obligados a acatar las decisiones que ésta tome con respecto a situaciones de disenso específicas. Así se cumple que los individuos entran al Estado, a la sociedad política, sin haber tenido ninguno de sus derechos absolutos vulnerados. 

Dado que los individuos conservan sus derechos intactos, para Nozick, el Estado mínimo que emerge del proceso es el único Estado constitutivamente justo. Todos los demás Estados welfaristas, como los que plantean los utilitaristas, así como los distributivos, como el que propone Rawls, constituyen, para Nozick, una flagrante violación al sagrado axioma de la auto-posesión. Y es que para incrementar la utilidad media de la sociedad o para distribuir un conjunto de bienes debo implementar necesariamente un sistema de impuestos. Según Nozick, un impuesto, en la medida en que se instrumenta por la fuerza y no por el consentimiento, es, lisa y llanamente, un robo, robo que lesiona el derecho absoluto de la auto-posesión pues grava lo que legítimamente me pertenece. Toda imposición, por más noble que sea fin, es una transgresión injustificable, una vulneración injusta a los ojos de Nozick.

Que Nozick rechace tan tajantemente cualquier imposición proveniente de la sociedad, no obedece solamente a su defensa férrea de la idea lockeana que afirma la existencia de unos derechos naturales irrevocables. Su argumento tiene otra raíz que halla su origen en la filosofía de Kant y, en particular, en la segunda formulación del imperativo categórico. En efecto, según éste, los individuos no deben ser tratados nunca como medios para alcanzar un fin, sino como fines en sí mismos. Dicho de otro modo: el individuo debe ser contemplado como poseedor de un valor intrínseco más allá de cuál sea su utilidad para el resto del conjunto social. Es partiendo de esa base filosófica que Nozick interpreta que al gravar al individuo, en aras, por ejemplo, de generar una mejor redistribución, se está convirtiendo al individuo en un medio para fines que él mismo no dispone. El individuo deja de tener valor como tal, para pasar a ser visto como una mera fuente de ingresos. En contraposición, Nozick argumenta que el individuo está dotado de una dignidad genética que lo debería hacer inmune a la intervención arbitraria sea la de otro individuo o sea la del propio Estado. En la visión de Nozick, los derechos, por lo tanto, están dados, son absolutos e intransferibles y no pueden ser objeto de negociación.

Es de recibo señalar que esta teoría de Nozick, como, en general, la de todos los libertarios, no proporciona ninguna definición de la vida buena. A diferencia de lo que planteaban los utilitaristas, que veían en la felicidad el fin último y supremo del hombre, Nozick no compone un ideal del buen vivir sino que apuesta a que cada individuo desarrolle su vida de acuerdo a sus convicciones y sea así un libre labrador de su destino. No hay un fin endosable a la sociedad como conjunto, sino que éste estará dado, más bien, por la suma de los fines espontáneos que los individuos se propongan cumplir. De ese modo, lo justo no será la maximización de la felicidad general, sino la protección de los derechos fundamentales, aquellos que le aseguran a los individuos la posibilidad de disponer de sí mismos y de lo que han producido conforme a su propia voluntad. Por lo anterior, es irrelevante si los comportamientos individuales conducen a desigualdad o si afectan el bienestar de algunos. El principio regulador de la sociedad es la protección de los derechos y es allí donde precisamente se ve el carácter netamente deontológico de la doctrina de Nozick.

 

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