Una mirada a la obra de Alexis de Tocqueville Segunda parte
Una mirada a la obra
de Alexis de Tocqueville
Segunda parte
Por Jonathan Arriola
En el
artículo anterior nos dedicamos a recorrer con Tocqueville los llamados “puntos
de partida” socio-históricos de la sociedad norteamericana y su vínculo con la
democracia. En esta segunda parte, abordaremos en profundidad la visión de
Tocqueville con respecto a la igualdad a partir de la experiencia de los
Estados Unidos y la relación de ésta con la democracia, con los distintos
aspectos de la sociedad, con el Estado y, por último, con la libertad.
1.- Sobre
la igualdad
Si hay un
tópico en el que Tocqueville se destaca de forma rotunda, ése es precisamente
en el referido a la igualdad. No sería exagerado decir que el análisis de la
igualdad constituye un pilar fundamental de “La Democracia en América”, no sólo por el espacio que ocupa en el
conjunto de la obra sino por el grado de rigurosidad con el que se trata. El
autor se explaya ampliamente sobre la igualdad, sin temores ni prejuicios,
abordándolo desde diversas dimensiones –política, filosófica, sociológica,
económica, etc.- brindando así, y exitosamente, una panorámica general y muy
completa sobre el tema.
a.- Igualdad y democracia
Como buen
francés, que había vivido de cerca cómo la Revolución francesa no lograba
traducir su ideario abstracto de “igualdad” en un proyecto político y social
perdurable, le llamará la atención la estabilidad social y política
norteamericana, algo que vincula directamente con la condición igualitaria de
todos los ciudadanos. Tocqueville se sorprenderá de la igualdad norteamericana
dado que era algo que todavía no se había visto, al menos no con tanto
desarrollo, en ningún país europeo, mucho menos en Francia, en donde ni aún la
radicalidad de la Revolución había podido revertir siglos de estratificación
social. En América, Tocqueville no se cansa de repetir asombrado, la igualdad
no es un discurso ni una aspiración utópica: es una realidad enteramente
constatable, que atraviesa de cabo a rabo y distingue a toda la sociedad
norteamericana. Allí, la igualdad no se implementa a través de un esfuerzo
explícito, ni se genera por la instauración de ningún régimen político en
particular, mucho menos revolucionario: antes bien, la igualdad se “respira” en
la cotidianeidad; simplemente se “da”. Y
por igualdad no se entiende solamente igualdad ante la ley sino igualdad de condiciones. Lo que implica
igualdad económica, social, cultural y hasta de conocimientos.
Esbozando
una, un tanto ligera, filosofía de la historia, Tocqueville dice que ésa
igualdad que ve en los Estados Unidos refleja y, a su vez, confirma la
existencia de una suerte de ley histórica, comandada ulteriormente por la Divina
Providencia, según la cual el desarrollo
de la sociedad, en el sentido más amplio de la palabra, está orientado en la
dirección de ampliar más y más la igualdad. Para decirlo en otros términos:
comulgando con el relato del “progreso” de la Ilustración, Tocqueville, en
plena sintonía con el afamado “Esquisse…”
de Condorcet, ve en la historia una sola y la misma tendencia: la conquista
dificultosa pero progresiva de la igualdad. En efecto, dirá al inició de su
texto que “Cuando se recorren las páginas
de nuestra historia, no se encuentra, por así decirlo, ningún acontecimiento de
importancia en los últimos setecientos años que no se haya orientado en
provecho de la igualdad.”
Volviendo
a América, Tocqueville apunta que la igualdad es de tal magnitud en los Estados
Unidos, que se constituye como el principio general de la sociedad, del cual se
derivan absolutamente todos los demás principios particulares. Y esto no es
menor. Puesto que, planteado de este modo, Tocqueville nos está diciendo algo
trascendental. Si de la igualdad se desprende todo lo demás, entonces, en
América, la democracia, en tanto régimen político que organiza a esa sociedad,
debe ser vista, inevitablemente, como un resultado de esa igualdad de hecho que
caracteriza a todas la sociedad. Y ése comercio igualdad-democracia tiene
sentido cuando se lo mira desde la siguiente óptica. En la medida en que lo que
caracteriza a la democracia como régimen es precisamente la distribución equitativa del poder
político entre los ciudadanos, entonces no se puede menos que admitir que la
democracia no sólo presupone la existencia de cierta igualdad entre los
ciudadanos sino que directamente debe imponerla para poder funcionar, es su
requisito sine qua non. En América,
ello no es necesario, pues la los individuos, como dice el autor, ya nacen
iguales.
En tanto reconozcamos,
con Tocqueville, que la democracia es el régimen que mejor se lleva con la
igualdad, no puede darse que un pueblo tan igualitario como el americano, se
diera otro régimen político que no fuera el democrático. Ello es lo natural
para Tocqueville y hasta lo que debe ser desde el punto de vista moral.
Al haber
tanta igualdad, la democracia, en consecuencia, desborda el ámbito estrecho de lo
político y pasa a ser el marco general dentro de la cual las relaciones
sociales, aún las más espontáneas, se desenvuelven. Una cosa es la democracia política y otra la democracia social: en América, como
apunta Tocqueville, se superponen las dos.
Valga
apuntar que este análisis sobre la relación igualdad y democracia, Tocqueville
lo piensa especialmente, como dijimos en la parte anterior, para Francia, en
donde la historia, en tanto historia
de la igualdad, hizo un enorme esfuerzo por progresar pero finalmente se
empantanó en una sangrienta Revolución que no supo generar ni democracia ni
igualdad.
b.- Los “males” de la igualdad
Luego de
mostrarse entusiasta con la igualdad, la argumentación de Tocqueville, ya para
el final de libro, cobra un giro inesperado. Tocqueville va a dedicar una buena
parte de su texto a deshilvanar, punto por punto, los problemas que trae
aparejado tanta “igualdad democrática”.
La
igualdad dignifica al individuo en tanto lo reconoce como portador de los
mismos derechos y deberes que el resto de los integrantes de la sociedad. Por
otro lado, lo exalta en la medida en que genera la desaparición de la injusta
división de la sociedad en estamentos, en clases privilegiadas y en clases
desposeídas. Tocqueville, hijo del espíritu ilustrado, no difiere en eso. Advierte,
sin embargo, que la igualdad tiene un efecto bastante indeseable, que enraíza
en el hecho de que implanta en los individuos un sentimiento de independencia con respecto a los demás.
Al no
haber individuos superiores ni inferiores, dice el autor, al no haber ninguna
clase de compartimentación social, el individuo queda librado a su propia
suerte.
En el
Antiguo Régimen, había individuos más y menos poderosos, más y menos cultos,
más y menos ricos. Existía una riqueza y una variedad que eran a la vez el
soporte y la razón de ser misma del relacionamiento social. A tal punto ello
era así, que cuando un individuo tenía sus derechos vulnerados, ya fuera por el
Estado, por otro individuo o por cualquier otra entidad, tenía la posibilidad o
bien de refugiarse en aquellos individuos más fuertes o bien de apelar al grupo
particular al que pertenecía. Así en la sociedad pre-moderna, el individuo
estaba entretejido en un determinado grupo, sea por vínculos de sangre o de
clase, que le prestaba sustento en momentos de necesidad.
Empero,
para el caso de una sociedad, como la americana, en donde la igualdad ha calado
hondo, Tocqueville señala que opera una suerte de indiferencia radical para con el otro. Cada quien está entregado de
lleno a sus tareas e industria y, en esa estrechez de miras, los individuos
quedan dominados por una absoluta despreocupación por lo que suceda con el
resto, aún con los individuos afectiva y geográficamente más cercanos. Este
ensimismamiento individual, señala el autor, ataca las bases mismas del tipo de
relacionamiento social sobre el que estaba fundamentado in totum el Antiguo Régimen. En su forma patológica, advierte
Tocqueville, esa indiferencia se torna disolutiva,
en el sentido de que termina quebrando todo lazo social. De no ser por el
Estado, el poder central que mantiene al todo unido, la sociedad se
desmoronaría irremediablemente. Adelantando lo que Bobbio teorizaría como una
“falsa promesa” de la democracia, Tocqueville ya señala que es el Estado quien
toma el control de los asuntos públicos
ante la despreocupación y el desinterés ciudadano por la cosa pública. Allí
donde la igualdad y la democracia triunfan radicalmente, los individuos no saben
más que replegarse sobre sí mismos, sobre sus asuntos.
Según
Tocqueville, esa indiferencia asocial y apática hecha raíz en otro fenómeno
propio de las sociedades igualitarias. En ellas, explica Tocqueville, los
individuos se caracterizan por ser igualmente débiles en términos de poder. La sociedad es una masa uniforme
de individuos que comparten más o menos la misma cuota de poder. Siendo así,
aquello de apelar a la ayuda del otro, como sucedía en L’Ancien regime, deja de ser posible. Nadie está en condiciones de
ayudar a nadie pues nadie se encuentra en una situación especialmente
favorecida. Lo que prima es una medianía general, que no hace más que acentuar
ése estado de recogimiento individual. De esa situación, y fuera de todo
pronóstico inicial, sólo una entidad se beneficia netamente: el Estado.
c.- El Estado y la igualdad
Si hay una
institución que sobresale de entre medio de la uniformidad general, ésa es el
Estado, dice Tocqueville. En él están concentradas nada menos que toda la
administración y toda la fuerza del poder político. Es por ello mismo que, en
el marco de una democracia y de una sociedad igualitaria, es el único organismo
que ostenta un poder infinitamente superior al del individuo aislado. Lo
anterior puede resumirse en un adagio simple: el poder del Estado se consolida
al tiempo que lo hace la igualdad y, con ella, la debilidad del individuo. Esto,
dirá Tocqueville, es paradójico que suceda en una sociedad como la norteamericana
que, si recordamos, se había hecho sobre la base de una reticencia explícita al
poder del Estado. Lo que sucede es que en ningún momento entró en los cálculos
que las condiciones igualitarias terminaran, en los hechos, menguando el poder
del individuo y magnificando el del Estado.
En
sociedades igualitarias y numerosas, comenta Tocqueville, los individuos se
hacen más pequeños e insignificantes y, de manera inversa, la sociedad, a
través del Estado, se vuelve más activa y grande. Sin embargo, lo peor de todo,
subraya el autor, es que ése hecho no se deja ver fácilmente, mucho menos para
los miembros de la propia sociedad. Que el Estado se vuelva una suerte de
entidad omnipoderosa, no es un fenómeno que pueda ser discernible por el
individuo de a pie pues ése poder, apunta Tocqueville, no se ejerce
ostensiblemente sino, al contrario, de forma lenta, sigilosa y subterránea. Se
trata de un poder que, en todo momento, se despliega, como veremos, a través de
la administración y de la burocracia, de forma tan sutil como efectiva.
La abismal
distancia que existe en materia de poder entre el Estado y los individuos conlleva,
dice Tocqueville, que éstos últimos tiendan a ver al Estado como la única
institución en la que puedan encontrar respaldo seguro. Como lo expresa el
propio Tocqueville “En una nación
democrática, sólo el Estado inspira confianza a los particulares, por ser el
único que tiene a sus ojos cierto poder y estabilidad”. Pero no sólo eso.
En la medida en que el Estado es también el único que es capaz de socorrer al
individuo en caso de necesidad, de ayudar a los más desvalidos y apoyar a los
trabajadores, los ciudadanos comienzan a pensar al Estado como una suerte de
gran pater al que pueden acudir.
Como
producto de lo anterior, y seguramente de forma inconsciente, en los siglos
democráticos, el individuo, dice Tocqueville, se entrega al poder Estado no en
grandes y trascendentales cuestiones, pues ello sería notorio e implicaría
además ir en contra de las convicciones anti-estatales sobre las que se fundó
el país, sino precisamente en cuestiones mínimas y cotidianas, en esas que
apenas se perciben. En efecto, los individuos renuncian poco a poco a su
libertad al sucumbir ante un conjunto de leyes poco importantes, de cargas
administrativas dignas de Kafka y de una burocracia centralizante y uniformizante:
instrumentos invisibles mediante los cuales el Estado ejerce su poder.
Tocqueville señala que el individuo cede y cede ante esas regulaciones poco
importantes pero ése continuo ceder le genera un desgaste invisible. Precisamente, el Estado, en las sociedades
democráticas, domina no porque ordene o utilice la fuerza física, sino porque,
obligando al individuo a consentirle en las pequeñas cosas, termina enfriando
su voluntad. En otras palabras: al individuo no le nace hacer otra cosa sino lo
que dicta el Estado. El Estado democrático no contradice voluntades sino que las
neutraliza por su base misma para luego dirigirlas solapadamente en la
dirección que desea. Éste no gana por
confrontación sino por sistemática
erosión. En consecuencias, en las sociedades democráticas, los ánimos se
adormecen, los espíritus fuertes se apagan y, en palabras de Tocqueville, “[…] cada vez más raro se hace el uso del libre
arbitrio.” Sigilosamente, el Estado, dice un Tocqueville ya espantado,
reduce a la sociedad a un rebaño de ovejas, fáciles de dominar.
En este
punto en específico es cuando la igualdad, que, al iniciar, Tocqueville había
encumbrado como la mejor virtud que una sociedad puede atesorar, se vuelve,
paradójicamente, el principio de todos los males.
Quizá una
de las características más sorprendentes, y a su vez peligrosa, de la igualdad,
es que parece tener una tendencia auto-reproductiva.
En sociedades democráticas, dice Tocqueville, los hombres se acostumbran
rápidamente a la igualdad y por ello mismo no soportan el más mínimo privilegio
o la más mínima diferencia. En una sociedad monocromática, integrada por
individuos solamente iguales entre sí, la menor distinción no sólo llama la
atención sino que disgusta y altera los ánimos. La sociedad, acostumbrada a la
igualdad absoluta de sus integrantes, desarrolla una repulsión “instintiva”
hacia la diferencia y la desigualdad. Al contrario de lo que sucedía en el
Antiguo Régimen, donde lo opuesto era lo normal, en tiempos democráticos,
señala el autor, la sociedad se vuelve poco tolerante con lo que resalta de
entre la homogeneidad general. Las diferencias, en pocas palabras y para ser
categóricos, no son aceptadas por la sociedad. Y es justamente allí, donde la
igualdad derrapa en un igualitarismo dictatorial que opera implacable más que
nada a nivel cultural.
Por otro
lado, y al igual que la sociedad, el Estado también se hace “adicto” a la
igualdad. Ello no es de extrañarse puesto que la igualdad, como vimos,
convierte a los individuos en una masa fácil de manejar, facilitando así el
trabajo del Estado. Está en el interés del Estado, entonces, que la igualdad
sea defendida y azuzada.
2.- Igualdad
versus Libertad
Esa
igualdad descontrolada, que además es fomentada por la sociedad y el Estado, Tocqueville
la visualiza como preocupante. Ello porque, según lo que ve en Norteamérica,
ésta tiende a esgrimirse, más y más, en oposición a la libertad y, en forma
general, a los derechos individuales.
Por su
naturaleza, en la democracia importa más el número que el mérito. Quienes
gobiernan bajo ése sistema político no son ni los “mejores” ni los “notables”
sino los “muchos”. En consecuencia, lo importante para un pueblo democrático
será la voluntad general. Es por esa razón que en la democracia se esconde una
tendencia intrínseca a tener poca consideración por los derechos individuales o
por los de las minorías. Esa devoción que la sociedades democráticas
desarrollan por lo que dictamine la mayoría, puede terminar muchas veces,
señala Tocqueville, por jugar en contra de los hombres más sobresalientes que
pueden no plegarse a la voluntad de la mayoría. Si a ello sumamos el ya
mencionado impulso natural de la sociedades igualitarias por fagocitar todo lo
que no sea común y sobresalga, estamos ante un “coctel” peligroso para los
derechos individuales. Adelantando en cierto modo la crítica de Nietzsche,
Tocqueville acusa a la democracia de impedir el florecimiento de grandes
hombres, que otrora habían sido el motor del progreso científico y cultural de
la sociedad. Como señala, sucede en las sociedades democráticas que “[…] el hombre
de genio se hace cada vez más extraño y la cultura cada vez más común”.
El
incremento infinito del poder del Estado, el adormecimiento de la voluntad de
los ciudadanos, la exaltación de la voluntad general en detrimento de los
derechos individuales, la tendencia uniformizante -todos males desprendidos de
la misma matriz: la igualdad- culminan por configurar, para Tocqueville, un
cuadro verdaderamente aterrador.
Sin
prejuicio alguno, y tal vez en uno de los puntos más altos de la obra,
Tocqueville asevera que, por lo anterior, los individuos en los pueblos
democráticos terminan por convertirse en esclavos. Es, empero, una esclavitud
silenciosa, sin dolor ni escándalo, puesto que ahora el amo no es ni un hombre,
ni una clase sino el mismo pueblo. Manteniéndose en un servilismo complaciente,
permitiendo que el Estado gane más y más espacio en la conducción de los
asuntos públicos, los individuos se condenan a una vida en donde en lugar de
pensar por sí mismos, son pensados, en lugar de decidir por sí
mismos son decididos, siendo llevados
de las narinas, como las hojas por el viento, por el Estado. Es de ese modo,
dice Tocqueville, que en el corazón mismo de una sociedad que dice amar la
libertad y la igualdad por sobre todas las cosas, se ensarta la más nefasta de
las tiranías. En efecto, ningún buen gobierno, ni liberal, ni enérgico ni
inteligente, recalca Tocqueville, puede ser elegido por un pueblo que ha sido
moldeado de tal forma para satisfacer el gusto del Estado que no puede
determinarse por sí mismo, con inteligencia y sensatez. Tal disgusto le causa
este estado de cosas en Norteamérica a Tocqueville que incluso llega a vertir
una frase dramática: “el terrible
espectáculo de la igualdad hiela mi sangre y me entristezco […] y comienzo a echar de menos a la sociedad
desaparecida”.
3.- Los “remedios”
para la igualdad
Aunque se
muestra implacable a la hora de criticar los “trastornos” de una sociedad
imbuida en un igualitarismo, Tocqueville reconoce que los males de una igualdad
desenfrenada pueden ser minimizados y domeñados si se adoptan ciertas medidas.
a.- El rol de la prensa y de la justicia
En las
sociedades igualitarias, formula Tocqueville a modo de recomendación, la prensa cumple un rol de vital
importancia. Como dijimos, en las naciones igualitarias los individuos se
tornan absolutamente débiles, puesto que, a diferencia de la sociedad
pre-moderna, cada individuo está esencialmente aislado. Esto le deja
vulnerable, y es cuestión de tiempo para que en algún momento tenga sus
derechos individuales violados. No obstante, cuando ello suceda, aunque no
pueda apelar a ningún grupo o clase, sí podrá apelar, como dice Tocqueville, al
género humano en su conjunto. El
medio para hacer ello es justamente la prensa. Para Tocqueville, en ese
sentido, la prensa es el arma más preciosa que puede haber en las democracias,
puesto que ayuda a remediar esa soledad endémica que sufre el ciudadano en
medio de una sociedad igualitaria.
En la lucha
por la independencia personal y por la protección de la libertad individual, juega
un papel muy importante en la medida en que dota del poder al individuo de
hacer un llamado, no ya a una casta o grupo social, al conjunto de los ciudadanos de la nación en caso de suscitarse un
atropello a sus derechos por parte de alguna autoridad pública, de otro
individuo o del mismísimo poder del Estado. En todos los pueblos pero más en
los democráticos, la prensa es, recalca Tocqueville, indispensable, pues, rota
la modalidad de socialización imperante en la pre-modernidad, es la que le
permite al individuo amplificar su voz y llegar así a toda la sociedad. Es por
ello que la prensa se constituye, como dice Tocqueville, en “[…] el instrumento democrático por excelencia de
la libertad.”
En tanto es
un mecanismo esencial para la salvaguarda de los derechos y libertades
individuales, toda sociedad que guste llamarse “liberal” deberá empeñar todos
sus esfuerzos por mantener la salud de la prensa y, en especial, por mantenerla
a raya toda intromisión o censura del poder político. Sin la prensa, el
individuo sencillamente se quedaría sin voz. Por ello, la prensa le es tan
vital a la sociedad democrática como el oxígeno a los pulmones, puesto que
sirve para prevenir los abusos del poder estatal-social o, de lo que es lo
mismo, de lo que puede ser una voluntad general devenida despótica.
En la
protección del individuo y de las libertades, Tocqueville señala que la
justicia también tiene un rol muy importante que jugar en las sociedades
democráticas. Por la función que debe desempeñar, la justicia es, dice
Tocqueville, la aliada natural de los más desprotegidos. Para Tocqueville, la
justicia le brinda al individuo un espacio perfecto para que éste pueda hacer
sus descargos referidos al respeto de sus derechos, abriéndole la puerta
incluso para enfrentarse, de igual a igual, al poder público si éste se
extralimita en sus decisiones o competencias. Dada la tendencia del poder
democrático de extenderse más y más, dice Tocqueville, los tribunales, que
siempre fueron pieza fundamental en la salvaguarda de los derechos
individuales, se hacen en las sociedades democráticas particularmente más
importantes y necesarios. Apunta Toqueville que a los efectos de proteger las
libertades individuales, la justicia debe crecer al ritmo que lo hace el propio
soberano. Ella y sólo ella es la única forma de poner coto a la difundida
creencia en los pueblos democráticos de que una decisión es válida únicamente
por el hecho de haber sido tomada por la mayoría.
4.- Reflexiones
finales
Tanto el
requisito de contar con una prensa como de una justicia saludable son dos
formas de una misma necesidad que se plantea en el seno de los pueblos
democráticos: la limitación del poder soberano o, dicho de otro modo, del
pueblo mismo, en tanto titular del poder público. Tocqueville, quien ya conocía
el desafortunado derrotero de la volonté
général de Rousseau en manos del Terror de Robespierre, es escéptico, como
se puede apreciar en estas últimas reflexiones, con respecto a las bondades de
darle vía libre a la voluntad de la mayoría. Como buen liberal que es,
Tocqueville recalca una y otra vez que en una democracia auténtica,
comprometida seriamente con las libertades y con los derechos de sus ciudadanos,
al soberano no le corresponden plenos e ilimitados poderes. Al contrario. Para
Tocqueville, que el pueblo esté limitado es, aunque parezca contradictorio,
algo esencial para la democracia misma, puesto que, como ya había advertido
Aristóteles en la Antigua Grecia, es precisamente ello lo que distingue a ésta
de su vil hermana: la demagogia. Un pueblo demagógico que ejerce el poder de
forma arbitraria, sin respeto por la ley y las libertades individuales, puede
ser igual o más tiránico que los peores y más caprichosos monarcas absolutistas
alumbrados por el Antiguo Régimen, a los que, en nombre de la libertad, tanto y
tan enérgicamente se combatieron. Y es esta, tal vez, la lección más importante
que nos deja “La Democracia en América”.
* Licenciado en Estudios Internacionales.
Depto. de Estudios Internacionales.
FACS - ORT Uruguay
Depto. de Estudios Internacionales.
FACS - ORT Uruguay
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