Los orígenes intelectuales de los totalitarismos del siglo XX


 Parte I

 *Por Jonathan Arriola.

Como es harto conocido, el siglo XX fue uno de los períodos más violentos en la historia de la humanidad. La revolución, la guerra y el genocidio monopolizaron la escena europea por décadas, dejando a su paso un panorama verdaderamente desolador. A la catástrofe de la civilización que significó dos guerras mundiales, no sólo contribuyó el progreso sin parangón de la ciencia y tecnología, que se pondrían al servicio de una matanza irracional e indiscriminada, sino que, ante todo, fue fundamental el papel jugado por las ideologías. Y es que el siglo XX, como ningún otro en la historia, fue el siglo que más creyó en el poder redentor de las ideas. Por todos lados, se ofrecen utopías que prometen una sociedad armoniosa y perfecta. Emergen pródigamente movimientos políticos, filosóficos y religiosos que aducen, nada menos, poseer las respuestas definitivas del mundo, las verdades de la existencia y los secretos de la felicidad humana. Sin embargo, poco de elixir tenían dichos programas, pues fue justamente por la vía de estas propuestas utópicas, de la confianza ciega en el progreso y de la creencia ingenua en las posibilidades ilimitadas de la técnica, que la civilización se negó a sí misma, desbarrancando así en la indecible barbarie de los totalitarismos. El nacionalsocialismo, el fascismo y el comunismo, ideologías nefastas si las hay, se harán del poder y desde allí cometerán los más atroces crímenes y vejaciones humanas, pero en todo momento argüirán hacerlo en nombre de valores superiores, de una Humanidad ideal y de un futuro mejor y más brillante. 

Aunque distintos y antagónicos en otros, lo que tienen en común estas ideologías totalitarias es que las tres son hijas de los mismos desarrollos intelectuales registrados por el siglo XVIII y XIX. Tanto “Mi lucha” de Hitler como “El capital” de Marx, biblias de los movimientos totalitarios, son portadores de conceptos heredados, en su mayoría, de escuelas y corrientes de pensamiento engendradas un siglo atrás. En vista de eso, en este trabajo, intentaremos, de forma muy somera, poner al descubierto ése tronco común que determinó que esos programas totalitarios tuvieran, tanto a nivel filosófico como a nivel práctico, diversos puntos de encuentro. A su vez, procuraremos apuntar adecuadamente las diferencias y los elementos que serán patrimonio exclusivo de cada doctrina.  


Si bien el Romanticismo ejerció una mayor influencia en la gestación del nacionalsocialismo, al punto que podemos decir que es su matriz filosófica, que en la del comunismo, que se afilia más bien a la tradición iluminista, varias conceptualizaciones del movimiento romántico, tendrán, no obstante, un fuerte influjo también en la teoría marxista. En la medida en que ello es así, proponemos recorrer brevemente el Romanticismo y divisar tan sólo algunas de aquellas ideas que servirán de plataforma filosófica para las propuestas totalitarias del siglo XX.

Ningún hecho contribuyó más a la gestación del Romanticismo que la Revolución francesa. Tanto quienes participaron en ella como quienes la vieron pasar de lejos, sabían que era un acontecimiento que, por su impacto y dimensiones, marcaría un antes y un después en la historia de la humanidad; y no se equivocaron. Desde todos los rincones, la Revolución fue vista, casi que unánimemente, como un episodio inaudito en el desarrollo histórico del hombre. Sin embargo, las interpretaciones de dicho fenómeno no desertaban el mismo consenso. A simple título de ejemplo, para algunos, como para Hegel o Kant, era un paso decisivo en la dirección del ensanchamiento del “Espíritu”; para otros, como para Chateaubriand y Burke, era un retroceso que ponía en riesgo la supervivencia de la sociedad y de los valores más tradicionales.

Más allá de las diversas posiciones, lo que es innegable es que, aunque fuera para generar rechazo, la Revolución había logrado avivar una chispa intelectual como nunca antes, se había convertido en una musa inspiradora.  En efecto, era la filosofía, como señaló el filósofo reaccionario Friederich Gentz, la que, de la mano de la Ilustración, había insuflado la Revolución y era, entonces, tarea de la filosofía, definir su naturaleza y su lugar dentro de la Historia universal. En otras palabras: a la Revolución, había que “fijarla” filosóficamente. Ése imperioso esfuerzo tomó lugar, aunque no exclusivamente en Alemania, en donde la reflexión sobre ése magno evento alimentó la emergencia de diversas escuelas de pensamiento, fundamentales para entender el desarrollo filosófico del siglo XIX, como serán el historicismo, el pietismo y el idealismo. Todos estos desarrollos se moverán dentro de las coordenadas del movimiento filosófico que se conocerá como el Romanticismo.   

De forma burda, podemos decir que el Romanticismo se inicia luego de que, bajo el mando de Napoleón, las tropas francesas hicieran una poca amistosa incursión por tierras germanas y golpearan duramente el orgullo del ejército prusiano. Aquel desborde revolucionario, que, dicho sea de paso, constituirá un hito en el desarrollo del nacionalismo alemán, y la subsiguiente desilusión con Napoleón, quien para muchos representaba la “libertad”, la “razón” y, en fin, todos los valores del “nuevo espíritu” ilustrado, generaría en Alemania un fuerte resistencia a todo lo relacionado con la Francia revolucionaria. En filosofía, lo “francés” y lo “revolucionario” eran sinónimo de Ilustración. Como resultado, se abrió paso una sublevación cultural contra el andamiaje filosófico construido por Las Luces. Este disgusto con lo “francés”, culminará en un nuevo proyecto filosófico y en una nueva visión del mundo que comenzará a tomar cuerpo para principios de siglo XVIII y principios del XIX. De ahí en más, lo “alemán” será sinónimo de Romanticismo.

El Romanticismo había nacido y se dirigía a dominar la escena intelectual del siglo XIX. Con la emergencia de esta nueva forma de pensar, a la “fría” razón, seguirá la ardiente pasión, al gusto por lo objetivo seguirá la exaltación de lo relativo y la primacía de un subjetivismo radical, al relato universalizante seguirá la reivindicación de lo particular, de lo propio y de lo nacional. Si el Iluminismo había hecho de la racionalidad su norte filosófico, el Romanticismo encontrará en la emotividad su principio fundamental. A las verdades del mundo, dirán los románticos, accederemos no por un uso metódico de la razón, como habían propuesto “les philosophes”, sino por medio de la intuición, la fantasía y el sentimiento. 

Como las mismas Luces, este nuevo movimiento, que se expandiría rápidamente desde Alemania al resto de Europa y aún más allá, será extremadamente plural tanto en desarrollos como en consecuencias. En efecto, caben dentro de sus anchas márgenes los autores, las perspectivas y las filosofías más dispares y hasta antagónicas: desde el ateísmo de Schopenhauer hasta el cristianismo de Schleiermacher; desde el individualismo anárquico de Nietzsche hasta el corporativismo espiritualista de Hegel; desde el belicismo de de Maistre hasta el pacifismo de Herder. En pocas palabras: al Romanticismo no le cabe ninguna generalización porque ser romántico consiste precisamente en aprender a vivir en contradicción. Sin embargo, y más allá de ésa heterogeneidad, lo que aquí más nos importa es que el Romanticismo, en su conjunto, va a suministrar ciertos elementos filosóficos que servirán de suelo nutricio para los movimientos totalitarios que azolaran la Europa del siglo XX.

Sería un acto de insensatez intelectual reducir la vastedad del Romanticismo a un puñado de “principios”, “premisas” o “características”. No obstante, y a los efectos puntuales de este trabajo, aquí nos centraremos en las ideas románticas que justamente servirían de base para el armado de los programas totalitarios del nazismo hitleriano y del comunismo marxista, siendo conscientes de que ésas ideas no recogen ni la totalidad ni la diversidad del movimiento romántico:   

a.    El Romanticismo, como vimos, se configuró a partir de la Revolución francesa. Esa génesis revolucionaria va a tener una enorme influencia en el desarrollo de su pensamiento. Y ello lo decimos porque, en general, el romántico va a sentir un cierto gusto por todo lo que sea “revolucionario”. De allí que el emblema del Romanticismo fuera la tempestad o, en alemán, el “sturm”, símbolo de violencia y fuerza. Sin embargo, una aclaración debe ser hecha a ese respecto. En el imaginario romántico, lo revolucionario no denota solamente la toma de armas y el derrocamiento de gobiernos. Más allá de su significación política, lo revolucionario abarca todo aquello que implique transgresión de normas sociales, sublevación contra la monotonía y el tedio, destrucción de viejas estructuras y tradiciones, ruptura con las formas y estilos convencionales, etc. Lo romántico es, como decían los jóvenes románticos franceses, la revolución, en todas sus formas, en todas sus expresiones y en todos los campos.

Es difícil determinar porqué exactamente, además del impacto de la Revolución francesa, el Romanticismo sentirá esa atracción especial por lo revolucionario. Pero una explicación sensata sería que este movimiento encuentra en el fenómeno de lo revolucionario la excusa perfecta para liberar las “fuerzas vivas” que predica habitan en todos los hombres y que una razón totalizante y una sociedad opresora se empeñan en fustigar una y otra vez.  Al Romanticismo lo desvela la conquista de la libertad y entiende que todo camino genuino hacia la libertad, conduce siempre a un caos: a una revolución. Si a la Ilustración la había definido una preocupación por lo ordenado y lo bello, al Romanticismo, en contraposición, lo cautivará todo lo que sea sublime y caótico, por concebirlos como más cercanos a la verdadera libertad.

Si hay algo que comparten tanto el comunismo como el nacionalsocialismo y el fascismo es su predilección por los cambios bruscos y violentos. Efectivamente, estas propuestas anuncian alegremente una renovación íntegra de la política mediante una revolución, sea proletaria o conservadora. Pero no sólo en ese sentido son revolucionarias. Lo son también cuando anuncian el advenimiento de un “nuevo hombre” y de una “nueva sociedad”.

b.    Enancada en el increíble auge científico del siglo XVII y XVIII, la Ilustración se había fraguado una visión optimista según la cual todos los secretos de la Naturaleza podrían, al fin, ser revelados mediante el uso sistemático de la razón. El Romanticismo, en cambio, no sólo desconfiará de esos supuestos poderes omnímodos de la razón, sino que argumentará que la verdad del mundo es, en última instancia, indescifrable. Para el imaginario romántico, el universo no es una entidad mecánica de molde racional. El Romanticismo ve horrorizado la descripción Iluminista, que veía al universo como una suerte de gran “fábrica” o “reloj”, automático, insensible y sin vida. En contraposición, concebirá a la realidad como un ser viviente (Schelling) esencialmente mística, oscura y misteriosa (Hamann).

Del mismo modo en el que en el universo existen formas y fuerzas que no pueden ser comprendidas racionalmente, así también existen potencias desconocidas que, sea bajo la forma de la Divina Providencia, del Espíritu Absoluto, etc. operan manejando secretamente el rumbo de la Historia. Algo que se trasluce en la filosofía de Marx con su idea de que la Historia narra a través del desarrollo de las “fuerzas económicas” una sempiterna lucha de clases, así como también en la teoría de Hitler, según la cual el destino le ha asignado misteriosamente a la raza aria el rol de dominar al resto del planeta.

c.    Por otro lado, y en contra de la lucha Ilustrada por lograr la igualdad en todos los ámbitos, el Romanticismo pregonará la existencia de ciertos hombres superiores o excepcionales, tanto en el ámbito artístico como en el político y filosófico. Según el canon de una parte del Romanticismo, la Historia la escriben los “hombres de genio”. La idea ilustrada de que los hombres pueden ser redimidos y civilizados a través de la difusión de la razón y del conocimiento es desechada en favor de una prédica, que argumenta que la sociedad es, por definición, una masa estúpida, vulgar, inferior e ignorante. La sociedad, dirán algunos románticos, entre los que se encuentran principalmente reaccionarios católicos y defensores del Ancien Régime, no merece otro tipo de iluminación que la que le puede dar el “hombre superior”. En tanto y en cuanto estos “hombres de genio” están dotados de una intuición particular y de una capacidad especial para conocerla la verdad del mundo, sólo a ellos les corresponde gobernar y dirigir a la sociedad hacia su fin último. 

Esa exaltación caerá la exaltación de “grandes y, ulteriormente, en la adoración ciega del “líder”, que, como es sabido, irá acompañada por toda la parafernalia de la propaganda. Del lado comunista, serán Marx, Lenin, Stalin, Mao y Kim Il Sung, los que compondrán esa selecta casta de “gente iluminada”, digna de adoración. Del lado fascista y nacionalsocialista, serán Hitler y Mussolini las figuras que en Alemania e Italia despertarán una devoción irracional, incluso entre las más sofisticadas elites intelectuales.


El Romanticismo, ciertamente, es importante para comprender los programas totalitarios del siglo XX. Pero no se entendería ni la emergencia ni el auge de éstos sino se atiende también a otros procesos que sucedieron en simultáneo, aunque no en paralelo, de la revuelta romántica. En esta sección, exploraremos cómo fue que se dio ésa debacle, centrándonos para ello en básicamente tres relatos que tendrán en común un cuestionamiento explícito al liberalismo: la idea de la existencia de una jerarquía natural, el desarrollo de una nueva idea de libertad y el nacimiento del particularismo cultural.    

a.    La idea de jerarquía natural. Aunque el discurso liberal encontrará un buen número de aliados dentro de las filas del Romanticismo y del Positivismo,  experimentando, de la mano de estos, nuevos desarrollos conceptuales, en general, para el siglo XIX y, en especial, para la segunda mitad, se concretará un gradual y sostenido declive del liberalismo. En efecto, la idea de que la sociedad era nada más que una agregación de individuos dotados de “derechos”, que fundan el gobierno a fin de salvaguardar la paz, el orden y la justicia, espacio común en el siglo XVIII, entró en una severa crisis.

Para los liberales, la cuestión del gobierno y de la sociedad era sencilla: los individuos nacían libres e iguales y toda autoridad debía atenerse al respeto de esos derechos naturales que son anteriores a cualquier gobierno. Para los sectores más conservadores, solidarios con la monarquía de derecho divino, el modelo liberal era no sólo una ficción, típica del racionalismo, sino que además aducían que era nocivo para la conservación de la sociedad. Al poner el énfasis en la igualdad, aducían, los liberales terminan negando lo que es fundamental en ella: la jerarquía. Volviendo, en el fondo, a las construcciones  medievales, estos sectores, que se impusieron a partir de la Restauración de 1814, asegurarán que la Naturaleza no crea individuos iguales. Al contrario. La Naturaleza marca que hay individuos destinados a gobernar e individuos a ser gobernados. Por esa vía, se llegó a la idea de que el Estado no es, en realidad, el producto de un pacto racional consensuado entre individuos libres e iguales sino, más bien, el resultado de fuerzas naturales e históricas, ajenas a toda voluntad particular. En otras palabras: para esta nueva visión que se impone en el siglo XIX, el Estado no es un artificio construido volitivamente cuanto una parte integral de la Naturaleza que simplemente se impone por la fuerza. Detrás de todo esta nueva ingeniería filosófica, yacía el intento por “re-justificar” y “re-legitimar” la vuelta de la monarquía de derecho divino y de rehabilitar al monarca como la “cabeza” de la sociedad.

b.    Hacia un nuevo concepto de libertad. A esa vuelta a la idea de que existe una jerarquía natural entre los distintos miembros de la sociedad, se sumó el rotundo giro que experimentará el concepto de libertad para principios del siglo XIX. Precisamente, por la época emergerá una camada de autores que visualizaron al Estado, no como el enemigo número uno en la lucha por la libertad, sino como un amigo indispensable al que había que confiarle no sólo la protección de los derechos sino también el desarrollo mismo de la individualidad. Si liberales e ilustrados habían visto en el Estado el mayor obstáculo para el ejercicio de la libertad, para los séquitos de Rousseau, el Estado es, contrariamente, aquella entidad que hace posible la libertad. Como consecuencia lógica de lo anterior, apareció la idea de que el individuo le debe más al Estado de lo que el Estado le debe al individuo. La libertad, como dirán Kant y Hegel siguiendo, no puede ser entendida como autonomía individual sino como la necesidad de hacer coincidir la voluntad particular de cada individuo con la voluntad general.

Está demás decir que esta nueva concepción libertad reviste importantes rasgos colectivistas. En efecto, para ella, el individuo no es libre si simplemente hace lo que quiere; significa, en realidad actuar conforme lo que establecen las leyes, las instituciones y el Estado en general. Esta visión de la libertad, que pone el acento en el actuar colectivo del individuo, hunde sus raíces en la idea, expuesta por Hegel, de que el Estado es el ámbito en donde todas las tendencias egoístas de los individuos son superadas en favor de una ética objetiva, racional y verdadera. Ir en contra del Estado es, por ende, ir en contra de ésa ética y en última instancia en contra de sí mismo por cuanto se es presa de pasiones egoístas. De esa manera, este paradigma presupone una identificación creciente del individuo con el Estado que, en su forma ya extrema, va dar pie finalmente a la terrible frase de Mussolini: “Todo en el Estado; nada fuera del Estado ni contra el Estado”.

c.    Del universalismo racional al particularismo cultural. Por el siglo XIX, asistimos también a un ataque sistemático al universalismo implícito en las propuestas liberal e ilustrada. El iusnaturalismo moderno, plataforma doctrinaria del liberalismo, dirigía su discurso, no a un conjunto particular de hombres, no al francés o al alemán, sino a “el” Hombre. Esto es: era un discurso esencialmente indiferente a todo tipo de diferencias, fueran nacionales, religiosas o culturales. Además de ello, ése discurso predicaba la existencia de un código moral, político y estético común a todos los hombres. Esta defensa de la universalidad, en la que incursionaron tanto el liberalismo como la Ilustración, se hacía apelando a una presunta dimensión racional del hombre, que, en tanto inherente a la misma condición humana, compartirían toda la Humanidad. Sin embargo, ya desde los inicios, una parte del siglo XIX reaccionará contra esta “razón universalizante”.

 

Efectivamente, ante el acento ilustrado en lo “uno”, el Romanticismo, y corrientes afines, pondrá el acento en lo “múltiple”. En esa operación de exaltar lo particular, el Romanticismo procederá a reivindicar aquello que una razón geométrica, abstracta y, principalmente, atemporal había ignorado sin más: la Historia. Será de las canteras de la Historia de donde varios autores sacarán la arcilla para armar un discurso que contrarrestase el explícito universalismo del liberalismo y de la Ilustración. La lógica que está detrás de ello es simple: si la razón provee de fundamentos para derribar las fronteras, la historia pone de manifiesto aquellos elementos que justamente hacen de un colectivo humano algo único y particular. Por este camino, el Romanticismo se encaminará a retratar a las naciones como unidades peculiares que, en tanto son forjadas por el fuego de la historia, son culturalmente irrepetibles. Esta conceptualización, a la que se mueven varios autores románticos, será precisamente la que servirá de base, en especial, para el caso del nacionalsocialismo. Sin embargo, ha de advertirse, que este dispositivo historicista no es patrimonio exclusivo del nacionalsocialismo ya que también está presente tanto en la construcción fascista como, y principalmente, en la comunista. De allí que sea necesario abordarlo in extenso, algo que, entre otras cosas, haremos en el siguiente artículo.

Los orígenes intelectuales de los totalitarismos  del siglo XX

 Parte II

*Por Jonathan Arriola.

En el artículo anterior recorrimos los aportes filosóficos del Romanticismo a la forja de los programas totalitarios del siglo XX. Señalamos también que la emergencia de esos movimientos no pudo ser posible sin el proceso precedente de desgaste de la ideología liberal. A ello contribuyó no sólo la vuelta de la monarquía de derecho divino, sino diversos desarrollos conceptuales que, en oposición a varios preceptos liberales, pusieron el acento en la libertad colectiva y en el particularismo cultural. En especial, dijimos que el historicismo decimonónico se había constituido como un movimiento que no sólo pondría en cuestión varios principios liberales sino que también desbrozaría el camino para las conceptualizaciones totalitarias.  Dada esa importancia, conviene estudiarlo en profundidad.

A.     El discurso historicista

Aunque los rudimentos del discurso historicista pueden rastrearse hasta la Antigua Grecia, siendo constatables incluso en algunos desarrollos de la Ilustración, el historicismo como tal, es decir, como postura epistemológica, no se desarrollará sino a partir de la Revolución francesa. Serán Johann G. Herder, Gustav von Hugo, Frederick Karl von Savigny y Frederick W. Hegel los padres fundadores de ese movimiento que nace a posteriori de la Revolución francesa y que cosechará abundantes frutos a lo largo del siglo XIX y principios del XX.   

Ahora bien: ¿en qué consiste precisamente el historicismo? Esta escuela de pensamiento argumenta, en pocas palabras, que la realidad no es más que el resultado de su historia. Para la óptica historicista, la esencia de una cosa no radica en una supuesta naturaleza atemporal: radica precisamente en su desarrollo histórico. En la medida en que concibe a la realidad como una concatenación de hechos que se suceden unos sobre otros de manera inevitable, el historicismo, independientemente de cuál sea su forma doctrinaria puntual, tenderá a justificar todo lo que sucede en la Historia. Efectivamente, para el historicismo, la historia no narra un devenir errático o azaroso, sin propósito o sin sentido. El progreso no es accidental. Todo lo contrario. La historia está compuesta de "ritmos", "patrones", "leyes" o "tendencias" que pueden no ser evidentes a primera vista pero que están allí, guiando constantemente el devenir hacia su fin último o thelos. De allí que sea absurdo imaginar, diría un historicista, que en la historia haya espacio para el arbitrio, la contingencia o la fugacidad. En general, todo lo que acontece está pautado por los designios de la Divina Providencia (Vico y Hamann), de una Ley natural, del Progreso (Condorcet y los positivistas), del Espíritu Absoluto (Hegel) o de las Fuerzas Económicas (Marx).

Este lenguaje historicista será incorporado a la retórica de los programas totalitarios de principios de siglo XX. Recordemos que Marx habla, más en conexión con el legado cientificista de Las Luces que con el Romántico, de “leyes objetivas de la Historia” y que Hitler, alineado con el más extremo irracionalismo, creyó haber encontrado “leyes naturales” que estarían detrás del ascenso histórico de la raza aria sobre todas las demás y, en especial, sobre la semita. Lo que es importante destacar aquí es que esta construcción historicista se dará de bruces con la propuesta liberal, no sólo porque el liberalismo había decidido explícitamente evacuar la historia de su propuesta, sino porque además postulará algo que era ajeno a la teoría liberal: la existencia de un sujeto histórico que será portador de una misión histórica.

1.    El sujeto histórico. Según el relato de “el progreso” armado por Las Luces, la ciencia, la razón y el conocimiento vendrían a mejorar no sólo las condiciones de vida materiales del hombre sino también sus condiciones morales y políticas. La historia era, para los ilustrados, una suma de hechos que en su conjunto narraban el triunfo de los derechos del hombre y de la independencia individual. Esta idea de “el progreso” se mantenía dentro de los parámetros de la propuesta liberal original, por cuanto tenía en el centro de la escena histórica al individuo o, en todo caso, a la humanidad toda.

Sin embargo, para el historicismo del siglo XIX, el sujeto primordial de la historia no va a ser ni el individuo ni el Hombre, como tal. Vendrán a ocupar ese lugar entidades mucho más amplias: como son el Estado o la Nación. Esta conceptualización fue acuñada, a modo de ejemplo, por Herder y Hegel, para quienes el desarrollo de la Nación y del Estado, respectivamente, son los que, precisamente, explican el progreso de la Historia universal. Con ese énfasis en la predominancia de lo colectivo en el acontecer histórico, el historicismo procedió  a rehabilitar la visión organicista de la sociedad, contra la cual habían luchado en consuno tanto el liberalismo como la Ilustración. Ya enfundado en un formato totalitario, este historicismo implícito en la lógica de “El capital” de Marx y de “Mi lucha” de Hitler adoptará como sujetos históricos al proletariado y a la raza aria.

2.    La misión histórica. No sólo reemplazará al individuo por supra-entidades, este historicismo, le asignará a esas supra-entidades, supuestamente encargadas de hacer girar las ruedas de la historia, una determinada misión histórica. Es decir, esas entidades no sólo son responsables del devenir histórico, de “empujarlo”, sino que además tienen el encargo de llevarlo hasta su realización última. En otras palabras: esa supra-entidad es la que vendrá a poner punto final al largo recorrido histórico. Tal centralidad se le confiere a esa misión histórica, que se concibe que todo el desarrollo histórico anterior era tan sólo un preámbulo de ése momento excepcional que se anuncia, con bombos y platillos, como el “fin de la historia”.
En el caso del comunismo marxista, es al proletariado, al que le es encomendada la tarea de llevar a cabo el propósito de la historia: a saber, abolir la sociedad de clases y reemplazarla por una sociedad igualitaria, desembarazada de cualquier forma estatal. Del mismo modo, en el caso del nacionalsocialismo, el sujeto histórico, el “volk”, mezcla, como veremos, de raza y nación, tendrá como misión histórica lograr la llamada “asepsia racial” y coronarse como la raza dominante. Es importante señalar que esa “misión histórica” no es meramente la descripción de un hecho pautado por “normas”, “leyes” o “fuerzas” superiores. En realidad, reviste la forma de un imperativo de orden moral al que el sujeto histórico debe responder y asumir. Es así que el proletariado hará la revolución en nombre del comunismo y el “volk” alemán en nombre de su supuesta superioridad racial.

Hasta aquí hemos recorrido el tronco común que emparenta filosóficamente al comunismo con el nacionalsocialismo y el fascismo. Sin embargo, el nacionalsocialismo será portador de un concepto que no sólo lo distanciará considerablemente de la filosofía comunista sino que jugará un papel central en su ideología. Nos referimos al concepto de “volk”, que veremos a continuación.   

B.     Construyendo el “volk nacionalsocialista

El comunismo marxista fue en gran medida hijo de Las Luces. Su construcción teórica está hecha con materiales procedentes de la vertiente racionalista pregonada por los ilustrados. Buena parte de su visión del funcionamiento de la economía se basó en la reflexión legada por la Ilustración. Smith y Ferguson, a título de ejemplo, fueron para el filósofo alemán figuras no sólo influenciantes sino dignas de admiración. Su socialismo se nutrió, entre otros, de las propuestas de Bonnot de Mably y de Saint Simon, personajes ambos comprometidos al movimiento ilustrado. El ateísmo recalcitrante que exhiben las obras de Marx nace seguramente de la aguda crítica de los “philosophes” al cristianismo y a la religión en general –amén del heredado por el antropólogo Ludwig Feuerbach -. Lo mismo es válido para su visión materialista de la realidad. Es ampliamente conocido que Diderot y d’Holbach, dos de los ilustrados más agudos en su crítica a la religión y más afiliados al monismo metafísico de Spinoza, se encontraban entre las lecturas recurrentes del autor alemán.

Por otro lado, la idea marxista de que la historia se rige por un puñado de “leyes objetivas”, brota del intento ilustrado de darle cientificidad al estudio histórico, siendo, a la vez, una versión radicalizada de “el progreso” y de la dialéctica “ultra-racionalista” de Hegel. En su intento por superar a Las Luces, el comunismo marxista caerá en un racionalismo intolerante y en un universalismo excesivo, que terminará en los gulags, en el Holodomor y en la Primavera de Praga. Ése legado iluminista es menos notorio en el fascismo italiano y en el nacionalsocialismo, que son, más bien, feudatarios del Romanticismo. Tal es el caso del concepto de “volk”, que, como veremos, el nacionalsocialismo extraerá y re-trabajará de algunos autores románticos.

La idea “volk” se confeccionará, a lo largo del siglo XIX y principios del XX, a partir de varias ideas y corrientes de pensamiento provenientes de los más diversos ámbitos, desde la filosofía hasta la biología. Veámoslo en detalle y dilucidemos sus diversas fuentes.  

1.    Los orígenes románticos. La idea de “volk” nace de quien, según algunos autores, fue el primer “romántico”: Johann G. Herder. Traducido literalmente del alemán, “volk” significa “pueblo”. Pero el significado atribuido por Herder a dicha palabra va más allá. En el lenguaje del filósofo alemán, el “volk” hace referencia específicamente al conjunto de valores culturales que definen a un determinado colectivo humano y que lo diferencian de otro. Para ilustrar esa idea, Herder recurre a una analogía: así como los individuos poseen un alma, así también, el pueblo, que es una suerte de individuo amplio, posee una. Esta alma, o “volkgeist”, se despliega a través de la historia y se plasma empíricamente en cosas tan variadas como el arte, la religión, las leyes y, en especial, el lenguaje.

Si bien en Herder los distintos “volk” eran totalidades culturales, el autor se resistía a que se organizaran en Estados, dado que esto, argumentaba, desvirtuaría su carácter natural y conduciría a la discordia y al enfrentamiento. Asimismo, Herder rechazaba toda asimilación de Nación con raza. Es por ello que, aunque Herder es efectivamente el padre de la idea de “volk”, bajo ningún concepto puede endilgársele a él las catastróficas consecuencias a las que dicha idea llevó de la mano del nacionalsocialismo. El “volk” de Herder está virgen de todo contenido absolutista y belicista: nada más alejado del nacionalismo despótico y bárbaro profesado por el nacionalsocialismo. El concepto de “volk”, más bien, Herder lo esgrime contra lo que considera es un universalismo y un racionalismo ingenuos y, en algún punto, peligrosos para la pluralidad.

Además de Herder, el filósofo idealista Johann G. Fichte contribuiría a acentuar la idea de un “volk”, sobre todo, de un “volk” alemán. En efecto, el autor enunciaría en sus “Discursos a la nación alemana” la superioridad natural de los alemanes frente a los franceses, pese a haber sido derrotados por estos militarmente. El llamado que hace Fichte a Alemania está dirigido a lograr construir la unidad de esa nación que, aún luego de caído el Sacro Imperio Romano Germánico, y hasta la unificación en 1871 concretada por Otto Bismark, permaneció dividida en diversos reinos, principados y Estados. La idea de Fichte era apelar a la unidad espiritual de los alemanes en vista de su aparentemente irremediable fragmentación política y económica.

2.    El corporativismo. Es verdad que ya en Herder el individuo era definido en función de su pertenencia a la comunidad. Pero también es verdad que en ningún momento el autor esboza una mirada corporativista de la comunidad. Es decir: según él, los individuos se han de entender desde la comunidad pero ésa comunidad no puede de ningún modo acabar con imponérseles. Sin embargo, poco a poco, esa idea originaria de Herder transitaría otros rumbos que desembocarían en la supresión de la individualidad en favor de la comunidad.

Quizás haya sido Hegel el primer filósofo en elaborar una teoría estatal-corporativista del “volk”, desarrollada en su “Filosofía del Derecho”. Su visión dialéctica de la historia llevó al filósofo alemán a concebir que el último estadio de la realización histórica se concretaría en el Estado. Efectivamente, para Hegel, todos los intereses individuales son finalmente superados en el Estado, quien pasa ahora a ser la encarnación de aquellos valores supremos vinculados al bien común. De esa forma, los individuos, concebidos por Hobbes y Locke como unidades relativamente autónomas, dejan de serlo para identificarse con esa entidad éticamente superior, que es el Estado. Se deslizó así la idea, de vocación proto-fascista, de que el individuo es un ser subordinado por entero a los fines del Estado. En efecto, con esa visión, Hegel echará las bases de la teoría fascista del Estado, elaborada por Mussolini y Gentile para los años 20.   

Esta visión corporativista se desarrolla en oposición a la visión liberal. Se entendía que la sociedad no era una agrupación volitiva de individuos sino una compleja amalgama de instituciones sociales, de organizaciones políticas y religiosas, etc. que responden a un determinado desarrollo histórico y que, por tanto, son anteriores a cualquier individuo. El corporativismo decimonónico visualiza como peligroso al liberalismo por considerarlo como una ideología divisoria al estar centrada en el individuo a secas. En contraposición, se promueve a la “nación” o al “volk” como las entidades que permiten la “síntesis” y “superación”, para ponerlo en lenguaje hegeliano, de toda fragmentación individualista y de toda tipo de confrontación, como la que llevaba implícita el comunismo revolucionario con su acento en la lucha de clases.

3.    Los aportes de la geopolítica. Al lado de ése rampante corporativismo, surgió a principios de siglo XX, con la publicación de "Introducción a la geografía sueca" (1900) de Rudolf Kjellén, una disciplina que, utilizando una dudosa epistemología que combinaba política con ciencia natural, se aprestará a estudiar al Estado, no como una realidad de orden social o cultural, sino como una de índole natural. El Estado, en otras palabras, será visto por esta corriente como un ser vivo. Nace así la llamada “geopolítica”. Aliándose con el vitalismo filosófico de Nietzsche, Dilthey, Bergson, y en sintonía con las tendencias corporativistas, esta disciplina, de pretendida vocación “científica”, verá en los diversos desarrollos de la sociedad procesos similares a los de cualquier organismo vivo. Es así precisamente que, para los geopolíticos, el Estado está destinado, porque así lo pauta la propia biología, a nacer, madurar y morir.

Sin adentrarnos en detalles que no vienen al caso, lo que importa subrayar aquí es que esa visión geopolítica del Estado sirvió de justificación teórica para ciertas prácticas del nacionalsocialismo. En efecto, si el Estado es un ser vivo, entonces, como cualquier otro, necesitará expandirse si quiere crecer. Así, la adquisición de nuevos territorios, la colonización y hasta la guerra pasaron a ser vistos, no como decisiones políticas cuestionables, sino como imperativos de orden “vital”. Bajo esa óptica, el imperialismo de algunas potencias europeas, en boga durante la segunda mitad del siglo XIX, era interpretado como signo de “buena salud”. Un Estado que no amplía fronteras es como un individuo que no crece: está destinado a morir. Los límites de un Estado deben ser, por ello, cambiantes. Según si sus fronteras están o no en expansión, se diagnosticará si el Estado está en una etapa de crecimiento o de decadencia. De allí la idea de “espacio vital” – o “lebensraum”-, elaborada originalmente por Friedrich Raztel, y que fuera adaptada por el teórico nazi Karl Haushofer a los fines de una Alemania que comenzará a expandirse y anexar territorios circundantes.

4.    El mito de la raza. A todas esas tendencias, se le sumaría a la idea de “volk” el componente racial. Aunque hubo otros, sin duda el primer texto que ejerció una influencia considerable sobre el desarrollo racista del “volk” será el “Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas” (1853-1855) de Joseph Arthur de Gobineau, en donde se proclamaba livianamente la superioridad de las razas blancas sobre las negras y semitas en términos de fuerza, belleza e inteligencia. En realidad, la obra de Gobineau no sólo se hacía eco del ideario de la geopolítica sino también de algunos conceptos que una in status nascendi antropología traía consigo.

Es cierto que ya en el siglo XVIII, como producto de la expansión de la ciencia hacia otras áreas del conocimiento, aparecieron las primeras clasificaciones raciales del hombre. Algunas personalidades se destacaron a ese respecto, como fueron Buffon, Linneo y Blumenbach. Sin embargo, ésa clasificación no conllevará todavía ningún imperativo ético. El fin era conocer, no valorar. Pero ello cambiará diametralmente para el siglo XIX.

La idea de que una raza es “superior” o “inferior” porque es portadora de “mejores” o “peores” componentes biológicos, emergerá asociada a un tipo de antropología-sociología, de cuestionable estatuto científico, que intentará transpolar la teoría evolucionista de Darwin a la esfera social. Aunque falazmente, se concibió así que, dentro de la sociedad, sólo triunfan aquellos individuos “más fuertes”. Del mismo, en lo referido a las razas, se afirmará la existencia de una jerarquía natural: hay razas superiores e inferiores, amas y esclavas. Por eso mismo, los socialdarwinistas, ya consolidados como ideología política más que como disciplina de carácter científico, rechazarán el mestizaje por considerarlo una perversión antinatural que va en detrimento de las razas “superiores”. Con el mismo argumento, se resistirán al liberalismo, al igualitarismo y al internacionalismo. Estos aportes socialdarwinistas y racistas trabarán alianza con el explícito organicismo de la geopolítica y, de esa forma, se completará la tríada en la que versará toda la ideología nacionalsocialista: “suelo, sangre y raza”.

Por supuesto que mucho antes el discurso antisemita ya había echado raíces, no sólo en Alemania sino en gran parte de Europa. Aunque no exclusivo de los siglos XIX y XX -baste recordar la decisión de Isabel la Católica de expulsar a los judíos de España en el siglo XV-, el antisemitismo se vio acentuado exponencialmente. En efecto, anteriormente, las naciones europeas vieron como una “solución” a la situación de los judíos el fomentar su reeducación religiosa, como propuesto en su momento Lutero. Pero, conforme los paradigmas biologistas y organicistas se afincaron en el ideario político y social, se convino en señalar que lo de los judíos no era un “problema” religioso sino biológico. Es así que el autor inglés Houston Chamberlain se permite decir: “[Que] la corrupción de la sangre y la influencia desmoralizadora del judaísmo, he aquí las causas principales de nuestros fracasos.” Tachados de “inferiores”, los judíos empezaron a ser vistos como una amenaza para aquellas naciones racialmente “puras”, como Alemania se imaginaba a sí misma.

El triste derrotero de todas estas conceptualizaciones ya es por todos harto conocido.




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