El populismo según Laclau
1. Introducción.-
Seguramente el autor argentino Ernesto Laclau sea de los pensadores políticos más importantes de la actualidad. Ese mérito se lo debe a que sus aportes han resultado especialmente
importantes en la elucidación del concepto "populismo", un fenómeno político que históricamente se
había mostrado bastante renuente al análisis teórico. En efecto, a lo largo del siglo XX, se hicieron múltplies esfuerzos desde las más diversas disciplinas (la ciencia política, la economía, la antropología, etc.) con el cometido de lograr una definición que lograra dar cuenta de la amplia gama de manifestaciones y realidades que se expresaban bajo el rótulo -muchas veces, vacuo- de "populismo". Sin emabrgo, y pese a esos esfuerzos, el concepto de populismo, en realidad, nunca logró abandonar del todo su carácter etéreo, ambivalente y, lo que es peor, ideológicamente sesgado. En ese contexto, Laclau, y más allá de la abierta simpatía que el autor ha expresado por regímenes de corte populista, caso la Argentina de los Kirchner o la Venezuela de Chávez, es de los pocos autores que efectivamente, a nivel teórico, ha generado un marco conceptual sólido para la comprensión del populismo. Ahora bien, antes de adentrarnos en la obra de Laclau y a los efectos de poder entender a cabalidad su concepción, conviene
hacer una aproximación al contexto histórico en la que la misma se enmarca, ya
que es fundamental para entenderla.
Laclau va a pertenecer a una pléyade de
autores que, para finales del siglo XX, asistirán al estrepitoso derrumbe del
paradigma marxista. Aunque bien es cierto que la concepción política y
económica del marxismo “clásico” ya venía siendo cuestionada desde mucho antes,
sobre todo, por los movimientos y elites intelectuales que integraron la
revuelta cultural del 68’, lo que sucedió para los 90’, con la caída del muro
de Berlín y el sorpresivo desplome de la Unión Soviética, era mucho más rotundo
que cualquier crítica esbozada desde los sofisticados círculos intelectuales. En
más de un sentido, significaba que aquel ideario comunista de una sociedad sin
clases y libre de toda explotación capitalista, con el que muchos intelectuales
de Occidente seguían coqueteando aún luego de la vergonzosa primavera de Praga,
había entrado en una crisis mortal. Dicho más contundentemente: con el desplome
de la cortina de hierro, parecía que era la propia realidad, y no ya ningún “fantasma”
capitalista, quien le daba la espalda al comunismo de Marx. Con la “glasnost” y la “perestroika” de Gorbachov, y al margen de la persistencia de algunos
forúnculos aislados y en rápida decadencia, como era y son Cuba y Corea del
Norte, el marxismo se había quedado sin soporte material alguno.
El final inesperado de la Unión
Soviética, que además sucedió en un brevísimo lapso de tiempo, significó una mayúscula
conmoción para el mundo intelectual. No era para menos. Desde el advenimiento
de la Guerra Fría, el “marxismo-leninista-stalinista”
se había constituido en aquel “Otro”,
en función del cual o, mejor dicho, en contra
del cual, la democracia-liberal-capitalista, se definía y auto-afirmaba. Y era
así que a aquellos occidentales a quienes la democracia no conformaba, siempre
les quedaba la esperanza de que, del otro lado del muro, se encontrara una
“sociedad mejor”, a la cual eventualmente todos llegaríamos, fuera por la vía
de la revolución o la del reformismo. Sin embargo, el hecho de que esa
alternativa comunista desapareciera de un plumazo y de que además lo hiciera de
forma poco elegante, planteó el problema de qué sucedería, desde el punto de vista histórico-político, “después” de la
democracia-liberal. Es en esa búsqueda que emerge el llamado pensamiento “pos-marxista”.
A
propósito, una de las primeras lecturas hechas desde la filosofía política sostuvo
que la historia, en tanto dinámica de “desarrollo” y “superación” de las
ideologías políticas, había llegado a su fin. En esos términos, lo planteó
precisamente Fukuyama, en su “El fin de
la historia y el último hombre” (1992), para quien los sucesos de los años
90’ mostraban que no había ningún “más allá”, históricamente hablando, de la
democracia-liberal. Evaporado el comunismo y consagrado el triunfo democrático,
a la historia sólo le restará, dirá el autor, encaminarse a perfeccionar las
instituciones democráticas.
Sin
embargo, esa visión de Fukuyama fue, en realidad, tan sólo una de las interpretaciones ensayadas desde la academia. De hecho,
el ya legendario “Choque de
civilizaciones” (1993) de Samuel Huntington, en donde el autor pronostica
que los próximos conflictos tendrán en su base las insalvables diferencias
civilizatorias que cohabitan en el mundo, y el “One Market Under God” (2000) de Thomas Frank, en el que escribía “Markets are where we are most fully human;
markets are where we show that we have a soul.”, son, a título de ejemplo,
sólo otras dos interpretaciones que aparecieron a partir de la debacle
socialista.
En parte como respuesta al exitismo
capitalista que dominó inmediatamente después de la caída del muro, para la
primera década del 2000, comienzan a emerger una serie de programas filosóficos,
de autores como Hard, Negri y Žižek que, renuentes a enterrar definitivamente al
comunismo marxista, apuntan o bien a reformular in totum la propuesta del filósofo alemán o bien a actualizarla a
los tiempos que corren. Ambas operaciones, están sustentadas en el recurso a
las innovaciones epistemológicas, metodológicas y/o conceptuales que,
paralelamente, se sucedieron en el seno de otras disciplinas, como la
psicología, la lingüística y la sociología.
El trabajo de Laclau es, precisamente, y
como veremos en breve, un ejemplo perfecto de una propuesta que mantiene cierto
apego “nostálgico” a la teoría
marxista clásica pero que, y a la vez, abandona explícitamente algunos enfoques
del filósofo alemán, por considerarlos, por un lado, erróneos, desde el punto
de vista conceptual y, por otro, inadecuados para explicar las complejidades
del mundo contemporáneo. En especial, su “Hegemonía
y Estrategia Socialista” (1985), debe ser considerado como un “mojón”
fundamental en la historia del pensamiento “posmarxista” y en el
“relanzamiento” de la propuesta marxista y del socialista para este siglo XXI.
Como dijimos, aunque no deja de
considerarse heredero del pensamiento marxista, el autor argentino advierte,
sí, que se ha quedado solamente con aquellos “mejores fragmentos” del marxismo.
En efecto, y si bien Laclau, como Marx, no deja de pensar “lo social” y, en consecuencia, “lo
político”, en términos de antagonismos, el autor argentino, en franca oposición
con lo planteado por el filósofo comunista, no ve en la tradicional “lucha de
clases”, burguesía versus proletariado, el antagonismo principal dentro de la
sociedad. En efecto, Laclau recalca que el tema de los antagonismos sociales es,
de hecho, mucho más complejo de lo previsto inicialmente por Marx. Para Laclau,
éstos no sólo involucran elementos “determinados” y “objetivos”, como Marx imaginó
que son el conflicto de intereses materiales de las clases sociales, sino
también elementos “contingentes” y “subjetivos”, que están relacionados principalmente
con la cultura y la identidad, más que con una estructura económica, automáticamente
determinada por los modos de producción. Valga decir que por esta vía de concebir
a la cultura como un elemento relevante para el estudio y comprensión de las
dinámicas sociales, Laclau está dejando de lado el acendrado economicismo del
que está impregnada toda la lógica marxista.
Filosóficamente, Laclau se afirma en la
línea de autores clásicos de la talla de Schmitt, Freud, Saussure y Lacan. Su
tendencia a visualizar la sustancia de lo político en el conflicto y en el
antagonismo, de abordar, en algunos casos, los comportamientos sociales a
partir del inconsciente y de explicar las relaciones sociales en términos de discurso,
de símbolo y, más específicamente, de “significante” y “significado”, tienen claros
ecos de la obra de los autores ya mencionados.
Debe señalarse que si bien Laclau opta
por ese eclecticismo teórico, en su obra, el enfoque lingüístico reviste una especial
importancia. En efecto, en su concepción mínima, la sociedad es una compleja unidad,
entretejida por diferentes vínculos comunicacionales, que está continuamente fabricando
nuevos significados. Siendo así, y aquí es donde Laclau diverge radicalmente
con Marx, el nudo de la problemática social no radica tanto en las condiciones materiales de una
determinada clase social cuanto en los diferentes discursos que copan la escena
de la sociedad y que están en la base de la creación de los sujetos que serán políticamente
relevantes. Partiendo de un enfoque
preeminentemente lingüístico, Laclau propone, de ese modo, acercar una
explicación del porqué de la emergencia de los populismos. Es en su “La razón populista” (2005) en donde el
autor emprende dicha tarea.
2. El caso de estudio del populismo.-
Al inicio del texto, Laclau se avoca
demostrar que la extensa literatura que ha abordado el populismo, y más allá de
los enfoques utilizados, adolece de serios problemas conceptuales. Según el
propio autor, “La claridad conceptual –ni
qué hablar de definiciones- está visiblemente ausente de este campo.”
(Laclau, 2005, 15). Más que nada, lo que existe es una absoluta deficiencia de concisión conceptual. Esto quiere decir
que el concepto de populismo ha sido utilizado para nominar fenómenos tan
disímiles que, al final, el mismo se volvió extremadamente elástico y vago. Desde
el punto de vista de Laclau, ningún autor ha logrado proporcionar un criterio medianamente
aceptable que permita distinguir el populismo del no-populismo. El hecho de que
ningún autor haya logrado dar con la dimensión definitoria del populismo revela,
para el autor, que, en realidad, aún no se ha podido penetrar en la naturaleza
de éste. Y esto tiene una consecuencia lógica: si, efectivamente, y como dice
Laclau, ningún texto que abordó el populismo partió de un suelo conceptual
sólido, entonces, todos ellos debieron, inevitablemente, haber fallado en ser
efectivos a la hora de dar una explicación coherente y satisfactoria del mismo.
A la luz de esas carencias, la tarea esencial a cumplir es, para Laclau, la de
encontrar la “differentia specifica”
que defina conceptualmente al populismo de forma clara y sin subterfugios.
Sin embargo, antes de embarcarse en esa labor,
Laclau aborda una cuestión previa. El autor señala que el populismo ha sido
objeto constante de críticas por parte de pensadores liberales. Pero Laclau no
ve al populismo, como hacen los liberales, como una forma degenerada o
patológica de la democracia, peligrosa para las instituciones, para la
política, para la sociedad y para los derechos individuales. Al contrario. Para
Laclau, es el propio liberalismo el problema. Sin embargo, y a diferencia de
otros intelectuales “posmarxistas”, para el autor argentino, la democracia-liberal
no es un mal que haya que abolir o superar en el sentido hegeliano del término.
Contradiciendo frontalmente a “Žižek”, Laclau argumenta que los cambios que
deban realizarse para lograr avanzar hacia el socialismo, deben hacerse dentro del marco democrático. Claro que
la democracia que imagina Laclau no es la del liberalismo. El autor argentino
sale en la búsqueda de una nueva democracia que vuelva a poner en el centro el
concepto de soberanía popular que el liberalismo con su defensa de los
derechos individuales vino a atenuar. En esa dirección, Laclau ve en el
populismo una forma de hacer política compatible con una nueva y, a su juicio,
mejor democracia: la que llamará “democracia radicalizada”. De allí
que Laclau, en las primeras páginas de la “La
razón populista”, salga a la palestra a combatir a las críticas que, desde
las trincheras liberales, se le han hecho al populismo.
1.- La primera acusación liberal que
Laclau replica es la idea de que el populismo está basado en pura “retórica”. Como
es sabido, la retórica es una técnica que, desde la Antigua Grecia, se utiliza
en los más diversos ámbitos y, especialmente, en política, dada la importancia
que en ésta reviste la comunicación. Entendida en ese sentido, nada de malo
puede haber en la retórica, digamos, “per
se”. La crítica liberal, no obstante, no refiere a la retórica comprendida
de ésta manera. Hace, más bien, un uso peyorativo del término. En efecto, que
el populismo sea meramente retórico, significa, para los liberales, que el
populismo la esgrime “…como puro adorno
del lenguaje, que no afecta en modo alguno los contenidos transmitidos por
éste.” (ibídem, 25). Es decir, la retórica es definida como aquello que se
opone a cualquier lógica o a cualquier razonamiento, para decirlo con
Descartes, “claro” y “distinto”, que pueda aportar algo
sustantivo a la discusión y a la actividad política en sí misma. Puesto de otra
manera: para el liberalismo, dirá Laclau, el populismo es una gran máquina de
producir figuras lingüísticas absolutamente vacuas, esto es, carente de
contenido real alguno. El discurso del populismo parece estar, para los
liberales, siempre sumido en una nube de indefinición y ambivalencia, que,
justamente, es lo que le permite la cuestionable operación de fundamentarse y
re-fundamentarse a partir de sí mismo.
En la sociedad concebida por el
liberalismo, los actores sociales, los individuos, deberían conglomerarse
alrededor de intereses bien definidos y preferiblemente racionales. No obstante,
en sociedades, en donde los agentes sociales se agrupan y componen su identidad
entorno a símbolos difusos, vagos o, como señalan, de figuras meramente
retóricas y no lógicas, estamos, para
ellos, ante un claro síntoma de irracionalidad. Ello es precisamente lo que
sucede en sociedades en las que el populismo toma la escena política.
Laclau reconoce que los populismos hacen
un uso recurrente de la retórica. Sin embargo, no la desestima como meros
continentes lingüísticos, sin contenido alguno. Contrariamente, Laclau señala
que la retórica desempeña un papel fundamental en la definición de las
identidades dentro de la sociedad. La lógica y los intereses racionales no
bastan para explicar las identidades sociales. Para Laclau, las identidades
sociales ni están simplemente dadas, como en el sistema de Marx, ni se
organizan, de forma mecánica, entorno a ningún interés material identificable. La
sociedad, en otras palabras, no es ningún orden cerrado, en el que siempre
existen los mismos jugadores y las mismas relaciones de tensión. Para Laclau,
la realidad es justamente lo opuesto. Y es en ese marco específico que la
retórica populista cumple una función esencial en la sociedad. En efecto, es
mediante operaciones retóricas que el populismo logra constituir a los sujetos
sociales como tales y a las relaciones que estos sujetos entablarán entre sí, entre
el poder establecido y con él mismo.
Detrás del uso persistente de la
retórica por parte de los populismos, que a ojos de muchos autores parece
abusivo e injustificable, subyace una lógica creadora de aquellos sujetos políticos
que tomarán parte efectiva en el conflicto social. En ese sentido, la retórica
populista debería ser concebida, no como o enemiga de la lógica, sino, más
bien, como un elemento supletorio y necesario para constituir la realidad
política de una sociedad. Claro está que, desde el momento en que a la retórica
se le reconoce dicho estatuto, ya no tiene sentido acusar de meramente retóricos
a los discursos populistas. Menos aún, dirá Laclau, cuando, amén de lo
anterior, se acepta que la retórica no es un instrumento exclusivo de los
populismos. En realidad, todo discurso, así como todo argumento, debe acudir necesariamente
a la retórica para ganar cierto grado de coherencia. Es decir: “…ninguna estructura conceptual encuentra su
cohesión interna sin apelar a recursos retóricos.” (íbidem, 91). Del mismo
modo, ningún orden social puede sustentarse solamente en operaciones de
carácter lógico y debe inevitablemente recurrir al instrumento de la retórica
para efectuar el cierre semiótico y consolidarse así como un todo
coherente.
2.- La segunda acusación que se le ha
hecho al populismo y que Laclau procede a combatir es la de que éste es un
fenómeno de enorme “vaguedad”. Para muchos autores, el populismo está cargado
de elementos contradictorios, que hacen que sólo pueda ser definido en términos
de “imprecisión”, de “pobreza intelectual”, de “transitoriedad”, etc. Es así
que, en principio, el populismo es un movimiento esencialmente irracional, y
por ello éticamente condenable, que, por esa misma condición, resulta imposible
de enmarcar conceptualmente y de encontrar los elementos universales que lo
definen.
Esa posición, a juicio de Laclau, es
inaceptable. Y ello porque la caracterización del populismo como una realidad
política privada de toda racionalidad, termina desviando la atención del
verdadero problema. Para la visión tradicional, el populismo, en la medida en
que está despojado de toda lógica propia, sólo es entendible, ergo, como una “expresión de” o una “función de” algo más. Negándole toda
autonomía conceptual, en lugar de preguntarse qué es el populismo, y de
definirlo positivamente, se opta por preguntar a qué realidad social expresa. Por
ese sendero, se cae, dice Laclau, en una disertación sobre los contenidos
sociales que el populismo canaliza y se deja de lado lo fundamental: a saber,
el estudio de las razones por las cuales ésa expresión populista tiene
precisamente lugar.
La perspectiva de Laclau, con respecto a
este punto, es antagónica. El autor se resiste a relegar al populismo al nivel
de epifenómeno y, en vez de ver a la “vaguedad”, a la “imprecisión” y a la
“pobreza intelectual” como elementos que impiden estudiar al populismo como un
fenómeno conceptualmente autosuficiente, trabajará a ésas categorías como
elementos constitutivos de su propia lógica política.
Por otro lado, Laclau también rechazará
la condena y la desaprobación ética que normalmente acompaña a esas
categorizaciones. Es así que Laclau se pregunta: “…la vaguedad de los discursos populistas, ¿no es consecuencia, en
algunas situaciones, de la vaguedad e indeterminación de la misma realidad
social? (ibídem, 32). De ese modo, Laclau desplaza la indeterminación a la
propia realidad social. Siendo así, el autor expía al populismo del enjuiciamiento
moral, pues lo reduce simplemente al rol de “mensajero” o de “portador” de las
contradicciones, de las ambigüedades y de las imprecisiones que, en realidad, anidan
en el seno de la sociedad.
Pero, según se ha señalado, el populismo
no sólo es retórico, vago e impreciso. También se lo ha acusado de simplificar
el espacio político “...al reemplazar una
serie compleja de diferencias y determinaciones por una cruda dicotomía cuyos
dos polos son necesariamente imprecisos.” (ibídem, 33). Esto es: el
populismo ordena la complejidad de lo social y la re-presenta de forma burda y
esquemática. Mediante ése expediente, que obviamente requiere del uso de la
retórica, el populismo logra, nada menos, que la creación de las identidades
políticas; identidades que, como señala Laclau, serán organizadas en torno a
dos extremos: en su forma más básica, estos serán, como veremos, “la autoridad”
y “el pueblo”.
En esa tarea de revertir las críticas
esbozadas contra el populismo, Laclau no sólo ha rehabilitado al populismo como
una categoría política digna de un estudio moralmente imparcial, sino que ha
adelantado también al menos tres de
las características fundamentales que tiene todo populismo. A contrapelo de lo
que plantean muchos autores, la ideología, para Laclau, no es el elemento definitorio
de ningún populismo. Es que para Laclau su especificidad no radica tanto en su definición
ideológica, sea de derecha de izquierda, etc., cuanto en su modo de hacer política. La gran parte de
los autores han señalado la “retórica”, la “imprecisión” y la “lógica
simplificadora” como características desestimables y hasta condenables del
populismo. Sin embargo, son ellas, dirá Laclau, las que, paradójicamente, le
confieren al populismo su diferencia específica, es decir, aquello que esos
mismos autores buscan. Para ponerlo de otro modo: independientemente de cuál
sea su contenido ideológico u empírico, el populismo es, para Laclau,
fundamentalmente una lógica política
que se caracteriza por la creación de identidades
políticas y que utiliza para ello herramientas como la retórica, la
vaguedad discursiva y la simplificación semiótica.
Ahora bien, habiendo definido al
populismo por su modo de operar más que por su sello político, la pregunta que
se plantea es la siguiente: ¿cómo es que sucede que las sociedades generan las
condiciones para que ése modo de hacer política entre en escena? Ello, dirá
Laclau, requiere de algunos pasos previos. El primero de ellos es la aparición
del primer disparador: la construcción del “significante
vacio” de “el pueblo”.
1.
Hacia la
construcción del primer significante vacío: el “pueblo”.-
A diferencia de lo que propone Marx, donde las clases sociales y los intereses
materiales de éstas, estaban simplemente dados por la estructura y por la
historia, siendo, por ende, determinados, objetivos y fijos, en Laclau, los
actores sociales, en primer lugar, no se reducen al binomio proletariado-burguesía,
ya que son mucho más, sino que, y en segundo lugar, tampoco se deducen
lógicamente de ninguna estructura. Su postura es que los actores sociales se crean desde el juego del discurso y que es
también a través de éste que se fijan las relaciones, sean de subordinación o
de antagonismo, entre ellos. Por ende, no hay nada determinado, ninguna
dialéctica, ninguna ecuación cerrada ni ningún actor transversal al desarrollo
histórico, ni mucho menos anclado a un determinado modo de producción. La historia
política es, para Laclau, una historia abierta, cuyos protagonistas, los
agentes políticos, se suceden, aparecen y desaparecen, según lo pautan las
necesidades y los discursos imperantes en la sociedad.
Es en el marco de esa concepción de la
política y de la sociedad, que el populismo cobra, para Laclau, un papel
primordial. En efecto, Laclau define al populismo, no por su programa político in concreto, por sus planteamientos
ideológicos, como intentasen hacer varios autores anteriores a él, sino, más
bien, por su modo de actuar. El
populismo es, en la visión de Laclau, más allá de su investidura ideológica,
una “lógica política”, una forma de actuar en el escenario
político de la sociedad.
Que sea una lógica política quiere
decir, y he aquí lo fundamental, que el populismo siempre está involucrado en la
creación de identidades políticas. No se puede pensar el populismo, ergo, sin pensar en la emergencia de
nuevos actores políticos de la sociedad. Dicho de manera más contundente: el
populismo es la forma política, par
excellence, que produce, y en algún caso, reproduce los agentes políticos;
aquellos que habrán de participar en la discusión y en el conflicto social. A
modo de ejemplo, y como el mismo Laclau señala, los “piqueteros”, los “defensores
de las fábricas recuperadas”, etc. que aparecen luego de la crisis
Argentina del 2002 se transformaron, ya durante el gobierno de Néstor Kirchner,
en aquellos agentes políticos que van a participar directamente en los espacios
públicos y en la lucha social. La integración de esos sectores en la toma de
decisiones política, es lo que Laclau denomina como “democracia radical.”
Para realizar el acto creativo de esos
agentes populistas, el populismo se sirve, como no podía ser de otra manera en
una teoría esencialmente lingüística, del discurso.
Bueno es apuntar a propósito que el hecho mismo de que el instrumento del que
el populismo se sirve sea fundamentalmente el discurso, y no ninguna apelación a
“lo real” lacaniano, es lo que determina
que éste deba recurrir, una y otra vez, a las veleidades que ofrecen los artificios
retóricos, las ambigüedades e imprecisiones conceptuales y la simplificación
semiótica de todas las complejidades. Operaciones, todas, que, valga aclarar,
inundan todo tipo de discurso, sea político o no político, e incluso los más
racionales, pero que, en el caso del populismo, se realizan de manera
ostensible y performativa, cuando no abiertamente intencionada.
Definido como lógica política, y despejada
entonces la cuestión de qué es el populismo,
queda aún la incógnita de cuáles son las condiciones que permiten el brote y la
consolidación de este tipo de movimientos en las sociedades. Si hubiera que
decirlo sucintamente, diríamos, con Laclau, que el germen populista se instala
en la sociedad sólo si, y en tanto que, haya emergido previamente su pilar
discursivo fundamental: el significante
vacío de “el pueblo”.
Un significante vacío, bueno es precisar,
es justamente eso: un significante que, como apuntó Saussure en su momento, no
tiene significado propio ninguno, es decir, un soporte que no tiene contenido,
un mero esqueleto semántico, al que, en principio, se le puede adosar cualquier
concepto. En el caso del populismo, el significante vacío de “el pueblo” va a ser radicalmente vital
pues, dirá Laclau, es a “el pueblo” a
quien el populismo va a representar o, mejor dicho, a en-carnar literalmente. En torno a “el pueblo”, el populismo organizará todo
su discurso y todo su accionar político, al punto de ser el asiento lingüístico
sin el cual el populismo no podría ser si quiera pensado.
Que “el
pueblo” sea un “significante vacío”
quiere decir que, según apunta Lalcalu, su significado variará según el
contexto cultural, según la geografía y según la historia de una determinada
sociedad. Está claro que no es lo mismo la “plebs”
medieval que el “le peuple” de la
Revolución francesa o el “mein Volk”
del Emperador Federico Guillermo III de Prusia. En cada caso, el significante “el pueblo” ha remitido a conceptos
distintos. Sin embargo, esa indeterminación que ha expresado históricamente el
concepto de “el pueblo” no representa
ningún obstáculo o inconveniente para los movimientos populistas. Al contrario:
es precisamente ésa indefinición su principal virtud, dado que le permite al
populismo incorporar y resumir en un sólo significante toda diferencia, toda
complejidad y, principalmente, toda vaguedad intrínseca al propio hecho social.
Laclau argumenta, a propósito, que la
indefinición que contiene el significado “el
pueblo” proviene, en realidad, de lo social. Según esta visión, el
populismo solamente “recoge” y “expresa” la ambigüedad inherente a lo social y es
por ello mismo que no puede adjudicársele a
priori ningún tipo de contenido político de “izquierda” o de “derecha”. Más
que un programa ideológico, lo que describe el significante “el pueblo” es, en palabras de Laclau, un
tipo de relación que se va a
establecer entre los diferentes agentes sociales a partir de su irrupción en el
entretejido discursivo de la sociedad. En efecto, y como veremos, a través del
significante “el pueblo” los actores
sociales se configurarán en una única unidad, aún cuando mantengan intactas sus
diferencias.
Dijimos que para que haya populismo,
debe existir primero “el pueblo”.
Pero: ¿cómo se construye ése significante, en primer lugar? En la raíz de éste,
se encuentra lo que Laclau llama la “demanda
social”, que es su unidad mínima, su célula básica.
Laclau señala que las demandas son, en
sentido genérico, aquellas peticiones normales y puntuales que la ciudadanía le
hace a la autoridad política. Sin embargo, ante esas peticiones dos cosas
pueden suceder, grosso modo. Cuando
dichas demandas sean satisfechas por la autoridad, entonces allí acaba la
situación y la posibilidad de la emergencia de “el pueblo” como significante articulador de una unidad social se
trunca. En ese caso, hablaremos de “demandas
democráticas”. Pero si, por el contrario, las demandas no son respondidas y
permanecen por un tiempo incontestadas, entonces “…habrá una acumulación de demandas insatisfechas y una creciente
incapacidad del sistema institucional para absorberlas de un modo diferencial...”
(íbidem, 98). Es entonces cuando las demandas se transforman en reclamos. Si el
proceso de acumulación de estos reclamos o, como les llama Laclau “demandas populares”, no es interrumpido, ya fuere por la
autoridad en cuestión o por alguna fuerza externa, entonces aparecerá una
grieta semántica que organizará a los involucrados según dos polos
contrapuestos: las demandas sociales, por un lado, y al sistema político
institucional, por el otro. Esto es, según Laclau, el caldo de cultivo perfecto
para un populismo.
Nótese que, en este punto, el autor nos
está diciendo explícitamente que la posibilidad de emergencia de un populismo
depende directa e inversamente del grado de institucionalización que existe en
una determinada sociedad. Al menos en teoría, una sociedad altamente
institucionalizada, tendrá mejor capacidad para enfrentar las demandas de la
sociedad y de absorberlas, disolviéndolas en el mismo momento. Sin embargo, en
sociedades en donde la institucionalidad es precaria, no tienen por qué
aparecer, necesariamente, movimientos populistas. La relación no es tan lineal.
Siguiendo con el texto, Laclau nos dice que la emergencia del populismo requiere
de un proceso más amplio que el que supone la simple insatisfacción de las
demandas.
A propósito, Laclau señala que la
contraposición entre las demandas y el sistema político establecido, y, por
ende, la posibilidad misma de la emergencia de un populismo, no sería plausible
si ésas demandas no establecieran entre ellas una suerte de solidaridad. El
autor apunta que toda demanda es portadora siempre de una reivindicación
particular o positiva. En ese sentido, podemos decir que cada una de ellas es
singular. No obstante, las demandas también pueden entrar en relaciones
equivalenciales con las otras demandas. El común denominador que sustentará lo
que Laclau bautizó como la “cadena
equivalencial”, no será tanto la reivindicación positiva de la demanda en
cuestión (ej.: mayor seguridad) cuanto su condición de reclamo que se opone al
poder político imperante. Lo único que les permite a las demandas establecer
lazos entre sí, es, ergo, el hecho de que todas ellas se contraponen a un
enemigo x. Sólo a partir de la exclusión,
de la identificación de ése “Otro” con
el cual han de confrontar, dirá Laclau, siguiendo de cerca en esto a Schmitt,
todas las diferencias positivas de las demandas se disolverán en favor de la
creación de una gran totalidad, cuya articulación dependerá, casi que exclusivamente,
y, por lo tanto, algo precariamente, de la existencia y de la permanencia de
ése enemigo definido.
Por otro lado, ésa operación de definir
los límites entre lo que pertenece al ámbito de las demandas y lo que pertenece
al ámbito del poder institucionalizado es la que permite la emergencia del “nosotros” y del “ellos”, de “el pueblo” (o
la “nación”, la “mayoría silenciosa”, etc.) y de “la autoridad” (o el “régimen”, el “grupo dominante”, la
“oligarquía”, etc.). Es a través del trazado de la frontera entre el “nosotros” y el “ellos”, la solidaridad inter-demandas gana una relativa cohesión.
Sin embargo, la cadena equivalencial no
emerge solamente por haber realizado la exclusión. En realidad, la cadena
equivalencial se consolida, principalmente, a partir de la aparición de un
elemento que la dotará de una coherencia interna y la constituirá como una
totalidad. Ése elemento es la aparición de otro significante vacío que asumirá
la representación simbólica y universal de todas las demandas,
haciendo que éstas dejen de lado su dispersión para convertirse en una unidad
con una cierta estabilidad.
2. La representación universal.-
La necesidad de una representación universal, como veremos, comienza porque la relación
equivalencial que se establece entre las diversas demandas a partir del trazado
de la frontera con el “ellos”, en
realidad, no logra eliminar completamente las diferencias inmanentes que estas
demandas tienen entre sí. En efecto, como bien recuerda Laclau, “…la equivalencia fue establecida, en primer
lugar, porque una serie de demandas sociales particulares se frustraron; si la
particularidad de estas demandas desaparece tampoco hay fundamento para la
equivalencia.” (ibídem, 105). Es decir, la cadena equivalencial tiene en su
interior dos lógicas contrapuestas: la de equivalencia y la de diferencia. Si
bien éstas son incompatibles, éstas, de igual modo, compartirán la escena lingüística,
dirá Laclau, en la medida en que se necesitan mutuamente para la construcción
de lo social. Como dice el propio autor: “Lo
social no es otra cosa que el locus de esta tensión insoluble”. (ibídem,
107). Esa relación de perpetua tensión y, en algún punto de contradicción, que
se establece entre la diferencia y la equivalencia, y que toma lugar al
interior de la totalidad equivalencial, es la que hace que éste sea, en
realidad y ulteriormente, una totalidad imposible.
Es decir, “el pueblo” nunca podrá
lograr una completa equivalencia de las demandas que lo componen.
Una vez que esa totalidad imposible de “el pueblo” se haya constituido, entonces
tendrá lugar lo que Laclau llama la operación
privilegiadora. Esta consiste en que una determinada demanda que compone la
totalidad asume la función de representación
universal de esa totalidad imposible. Esto es: en la medida en que es
incompleta, la totalidad requerirá siempre que una demanda particular tome el
rol de representación. Será esta representación la que permitirá, digámoslo
así, “soldar” las demandas
particulares en una y la misma unidad.
Un buen ejemplo que da Laclau de esto es
el significado que adquirió el “mercado”
en la Europa del Este durante el comunismo. Allí, el “mercado” no significaba sólo el sistema económico basado en la
libertad sino que también comprendía, más ampliamente, otras demandas
particulares como eran la reivindicación de las libertades civiles, del
gobierno democrático y de lo occidental. De esa forma, el “mercado”, que, en realidad, tenía todas las características de una demanda particular y, por lo tanto,
diferenciable del resto de las demandas, logra asumir la representación
universal de toda la cadena de demandas equivalenciales que se inscriben en la
totalidad, como eran las libertades civiles y la lucha por la democracia. Y “…esta significación más universal es
necesariamente transmitida a los otros eslabones de la cadena…” (ibídem, 124).
Por supuesto que, conforme la cadena
equivalencial se amplíe, la representación universal prevalecerá en detrimento
de los contenidos de las demandas particulares. Es decir, al ampliarse la cadena
equivalencial, las demandas particulares comenzarán a sostenerse más sobre esa
universalidad que sobre su propio reclamo singular. También puede verse a la
inversa, cuanto más extensa sea la cadena equivalencial, más deberá despojarse
el significante universal de los contenidos de las demandas originales. De modo
que, y para decirlo en pocas palabras, la demanda particular que asuma la
representación universal siempre perderá en significado lo que ganará en
extensión, siendo el caso que cuanto más “vacía”
esté, más universal será.
3. La investidura radical y la
cuestión del líder.-
Para que exista populismo no basta sólo
con una débil institucionalidad, con la existencia de un gran número de
demandas insatisfechas ni con la aparición de un significante vacío que dé
coherencia semántica a esas demandas populares. Para Lacalu, tiene que darse el
momento de la investidura radical, que vendrá a coronar al llamado líder.
La investidura radical es un proceso
mediante el cual una entidad se convierte en un objeto que, como parte de la
propia lógica del lenguaje, puede ser ora odiado, ora amado. Es así que Laclau
afirma que “…la investidura pertenece
necesariamente al orden del afecto.” (ibídem, 142)
El proceso de la investidura radical en
el caso específico del populismo puede ser ilustrado de la siguiente manera. Si
la sociedad fuese “perfecta”, es
decir, si estuviera dotada de un sistema institucional tal que pudiera
satisfacer todas las demandas que a ella se dirigiesen, entonces, sencillamente,
no habría populismo, es más, no habría, para Laclau, no habría ni siquiera
política, en tanto concibe a ésta como la existencia de una enemistad entre los
actores sociales. Por lo tanto, cuando aparece el significante “el pueblo”, que se nutre de las demandas
insatisfechas, es porque la sociedad está todavía lejos de ése ideal, entendido
como la existencia de una institucionalidad óptima. Ante esa carencia, ciertas
entidades son investidas de manera tal que representan aquello que falta para
que la sociedad alcance, al menos en el nivel lingüístico y comunicacional,
digamos “su plenitud”. En el caso del
populismo, el receptor de la investidura radical será “el líder”, que, en la medida en que representa, desde lo
discursivo, esa plenitud que la sociedad no logra obtener por sí misma, será,
de ahí en más, el objeto dilecto y privilegiado del afecto social. A propósito,
Laclau explica que “La relación entre
significación y afecto es, de hecho, mucho más íntima que… constituye una parte
integral del funcionamiento del lenguaje.” (ibídem, 142)
A través de la investidura radical, y en
tanto representante privilegiado de “el
pueblo”, el líder se constituirá, él mismo, en otro significante vacío, que
“pendulará” en su decir y en su hacer conforme lo hagan las exigencias
semióticas pautadas por el conjunto de las demandas insatisfechas. De ahí, su
vaguedad intrínseca y la imposibilidad de fijarlo ideológicamente; y de ahí
también el afán performativo y la adicción al “encuestrómetro” que caracterizan
a todos los populismos, más allá de su tinte político.
4.
Conclusión.-
Laclau recorre un sendero explicativo
original. Su texto, no recurre ni a un enfoque sociológico, ni político o
económico para dar cuenta del fenómeno del populismo. Opta por
una perspectiva lingüística y psicoanalítica que, efectivamente, logra arrojar
luz sobre varios aspectos de la mecánica de este fenómeno político que
anteriormente resultaban de difícil dilucidación o directamente permanecían en
la oscuridad.
Como resultado de su estudio, la primera
conclusión, relativamente novedosa, que Laclau señala es que el populismo no es
definible en términos ideológicos sino más bien en términos de su modus operandi y de sus objetivos. En efecto, el populismo es,
ante todo, una lógica política que
busca constituir, retórica y unificación simbólica de por medio, uno o varios
actor/es político/s. Este actor político nunca termina de construirse
completamente, sino que, y por el propio carácter impreciso y vago que
caracteriza a todo populismo, estará en continua construcción. Resumido en un
adagio, podemos decir que el actor político del populismo es un “ser-siendo”, que siempre reviste cierta
precariedad y que gozará de estabilidad en la medida en que la frontera con un
“otro”, definido enemigo, se mantenga
firme, lo que no siempre es posible.
Por otro lado, Laclau también intenta
explicar el porqué de la imprecisión y vaguedad del populismo. Las demandas
populares, insatisfechas por el sistema político institucional imperante, y que
se suceden en aluvión, comienzan a conectarse entre sí a través del surgimiento
del primer significante vacío: “el pueblo”.
En éste se sintetizarán, aunque no de forma definitiva, todas las demandas
populares. La emergencia de “el pueblo”
es la condición sine qua non del
populismo, ya que servirá de base a todo su discurso. Aunque en “el pueblo” entran todas las demandas
populares, las diferencias que estas demandas tienen entre sí no desaparecen
completamente. Siempre habrá una puja entre lo que estas reclaman positivamente
y la solidaridad negativa con las otras, que están en la base de la cadena
equivalencial. La vaguedad y la imprecisión discursiva del populismo surgen precisamente
a partir de las tensiones que se generan entre las distintas demandas populares.
Además, la ambigüedad cumple una función que podríamos denominar como “estratégica”,
ya que detrás de ésa se oculta la necesidad de lograr que las demandas
presentes y futuras logren incorporarse y mantenerse dentro de ése gran
significante-receptáculo que es “el
pueblo”.
Por
lo demás, es de destacar que la visión de Laclau contiene una considerable
contradicción. El autor, como vimos, apunta su artillería contra la
interpretación liberal del populismo, según la cual éste es un movimiento esencialmente
dañino para la salud democrática. Laclau le reprocha a los liberales el haber caído
en un enjuiciamiento ético del populismo; un enjuiciamiento que, según el
autor, habría obnubilado el estudio serio del mismo. Sin embargo, Laclau
incurre en la misma postura, sólo que en lugar de censurarlo moralmente, lo que
hace es caer en una empalagosa apología del populismo. Decir que es una forma “mejor” de democracia y “más adaptada” a los tiempos que corren,
es claramente una forma de tomar partido por el populismo.
Por otro lado, la propuesta de Laclau de
una democracia basada en el populismo entraña una lógica política potencialmente
peligrosa.
Como vimos, en la teoría populista de
Laclau, no existe la figura del ciudadano. Existe solamente “el pueblo”. Lo que sucede es que la
categoría de ciudadano es, a la vez, muy amplia y muy precisa, como para
satisfacer las aspiraciones semánticas del populismo. El concepto de ciudadano
es inútil para los propósitos populistas pues deja poco espacio para la
construcción de una alteridad “enemiga”
y contra la cual cargar las tintas; algo fundamental para la consolidación de
un populismo. Los populismos prefieren apelar a “el pueblo” pues es un concepto que no sólo es vago –y ya apuntamos
las ventajas que supone esto- sino que, y he aquí la peligrosidad de el
programa de Laclau, que es también partitivo.
El pueblo es, y valga la metáfora
pictórica, una pincelada de la
ciudadanía; tan sólo una porción de ésta. Su lógica interna está articulada de
tal manera que socava toda visión holística de la sociedad. Sin embargo, y pese
a ser partitivo, “el pueblo”, como
vimos oportunamente, tiene una vocación de totalidad, reservándose
unilateralmente el derecho de desbancar a todo aquello que impida su efectiva
conformación. No importa que tan grande sea, “el pueblo”, como vimos, sobrevive y se mantiene gracias a la
efectuación de una exclusión; gracias, en otras palabras, a que se ha decidido
deliberadamente dejar afuera a un grupo de ciudadanos y relegarlos a la categoría,
moral y política, de “el enemigo”, de
aquello que se opone a la totalidad. Como son “el enemigo”, antes de ser ciudadanos de la Res publica, antes de ser individuos dotados de derechos, estas
personas o grupos de personas, muy o poco virtuosas, buenas o malas, nacionales
o extranjeros, deben ser combatidas.
En términos freudianos, “el enemigo” es el objeto sublimado de
todas las frustraciones y de todos los fracasos que la sociedad ha cosechado a
lo largo de su historia. Si es el “el
pueblo” al sujeto que se quiere reivindicar, y si es, por lo tanto, “el pueblo” el único depositario de los
derechos, entonces, a los “enemigos”
de “el pueblo” no debe reconocérsele ninguno.
Recuerda aquel adagio jacobino de “no
habrá libertad para los enemigos de la libertad”. De allí el autoritarismo y
la arbitrariedad que siempre acompaña a todo populismo, que, en su forma más
atenuada, puede implicar estatización de la prensa, atropellos a la
constitución, persecución de los opositores, manipulación de la justicia, etc.
y que, en su forma patológica, termina en las deportaciones masivas o,
directamente, en los campos de exterminio, que es la de la afirmación de “el pueblo” como totalidad.
Es verdad que la lucha y la
contraposición de poder constituye la esencia íntima de la política. De hecho,
si no fuera así, no tendrían sentido los parlamentos ni la existencia de los
partidos políticos. Pero la construcción
discursiva, para ponerlo en el lenguaje del propio Laclau, del “otro” como un “enemigo”, lleva a esa lucha de poder a un terreno peligroso. Una
cosa es el “adversario” o el “rival” político, a quien se lo reconoce como
un igual y a quien, por lo tanto, es debido derrotar en el marco de ciertas
normas establecidas y a través de elecciones democráticas. Otra cosa es, en
cambio, el “enemigo” o, en este caso,
el “enemigo” de “el pueblo” pues esta categoría supone el establecimiento de una tensión
existencial con el “otro”, concibiéndolo
como una amenaza y cuya desaparición, ergo, no sería sino beneficiosa para el
resto de “el pueblo”. Ya no hay
relación de igualdad sino que el poder despoja al llamado enemigo de toda
dignidad. En esa “sutileza lingüística”,
entre “adversario” y “enemigo”, se cifra, nada menos, que la
libertad de expresión, de reunión, de prensa, el respeto a la constitución, a
la justicia, etc. y que el proyecto de Laclau de una “democracia radicalizada” basada en el populismo pasa deliberadamente
por alto.
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