Los orígenes históricos del liberalismo
Los
orígenes históricos del liberalismo
*Por Jonathan Arriola.
Al proponernos hacer una historia del
liberalismo se nos plantean básicamente dos problemas íntimamente relacionados:
1) el de determinar cuándo es que ésta
comienza y 2) el de identificar cuáles son
los episodios y/o corrientes ideológicas concretas que tomaron parte en su
gestación.
Con respecto al primero, y aunque no ignoramos
que participaron en su constitución elementos conceptuales procedentes de la Antigüedad Clásica -en
particular, la trascendental idea estoica de que el Hombre está sujeto a una
“Ley Natural”-así como del Cristianismo medieval, si hubiera que poner una
fecha puntual, diríamos que el liberalismo encuentra sus primeros gérmenes
filosóficos por el siglo XVII, de la mano de autores como Locke, Bayle, Spinoza
y, en menor grado, Bodino, Grocio y Hobbes. A pesar de lo anterior, no puede ni
debe omitirse que ya para finales del siglo XV y principios del siglo XVI ocurre
en Europa una serie de cambios fundamentales que aportaron las condiciones propicias,
tanto materiales como filosóficas, para la emergencia del pensamiento liberal.
En
cuanto al segundo, podemos decir, muy apretadamente, que las fuentes del
liberalismo se encuentran en tan diversos sucesos como la ruina de la economía
feudal y la subsiguiente eclosión de la economía capitalista, los numerosos
descubrimientos geográficos, la cisma de la Iglesia, la debacle de Roma como
centro político de Europa, las guerras de religión, el paulatino renacimiento de
la ciencia y los incontables avances tecnológicos que un conocimiento más
exacto y provechoso del mundo trajo aparejado. Aunque de matrices históricas
distintas, esos acontecimientos aportaron, cada uno a su modo y en su esfera
particular, los ingredientes esenciales que darían por resultado una nueva
forma de plantear las relaciones sociales, económicas y políticas. El
individualismo, el racionalismo, el universalismo junto a una creciente demanda
por mayor igualdad y libertad económica y política, todos productos de una
Europa en clara transformación, constituirán las premisas obligatorias y
fundacionales del discurso liberal.
1.
En la búsqueda de la libertad económica
A. La emergencia de la economía capitalista
Para finales del siglo XV, la economía europea se ensancha en dimensiones hasta entonces desconocidas. Por primera vez en la historia, las bolsas bursátiles ven la luz en diversos puntos del Viejo Continente: Amberes, Londres, Lyon, etc. En la misma línea, los bancos experimentan una rápida difusión a lo largo y ancho de Europa, lo que da testimonio de una acumulación económica extraordinaria. La economía feudal se agota y procede a ceder el paso a un nuevo tipo de economía sustentada básicamente en el comercio especialmente marítimo que, como resultado de mejoras en métodos de navegación, se intensifica en una escala sin parangón. Aquellas ciudades recostadas sobre el Báltico y el Mediterráneo, como Florencia, Génova, Venecia, Lübeck, Amberes, etc., impulsoras y beneficiarias directas del crecimiento del comercio, se consagran como los puntos neurálgicos de una Europa que se encamina progresivamente a dejar atrás los largos siglos de Edad Media.
El
cuadro anterior describe, nada menos, que el nacimiento del capitalismo comercial.
No obstante, al tiempo, alude también a la génesis del liberalismo. Ello lo decimos
porque ése proceso de acumulación económica del siglo XVI, creará en el nuevo “hombre
de negocios”, en los comerciantes venecianos, genoveses y florentinos, un gusto
por la libertad económica, esencial para expandir los horizontes más allá, que se incrementará conforme aumente esa misma
acumulación y al que difícilmente renunciará sin dar batalla. Esa solidaridad
establecida entre libertad y capitalismo, ya desde el inicio, será la primera
semilla del liberalismo. No obstante, todavía es tan sólo eso: una semilla. Y
es que, por ese siglo, el liberalismo no aparece sino en forma muy tenue, casi
que irreconocible para quienes, ex post,
sabemos que se convertirá en una doctrina autónoma y coherente, de resonancias
políticas, económicas, sociales y hasta religiosas. En este estadio, el
liberalismo, si es que se pueda hablar de tal cosa por el período, se
manifiesta en un conjunto de ideas, que aún no se perciben como capaces de
generar un sistema de pensamiento más amplio, pero que, no obstante, se
orientan en la misma dirección de ganar más y más espacio para la nueva empresa
capitalista.
Ahora
bien, aún queda algo pendiente si hemos de comprender los orígenes profundos
del liberalismo: a saber, ¿qué está en la raíz de ese florecimiento
capitalista? Una respuesta válida contestaría que fueron el descubrimiento de
América, la creación de la Liga Hanseática, las nuevas posibilidades técnicas y
los nuevos modos de producción aparecidos para finales del siglo XIV los que
determinaron ése auge particular de la economía, en ése preciso momento
histórico. Aunque sería absurdo negar el impacto de esas hondas transformaciones,
sería igualmente necio ignorar que ésa cambios, que ampliaron las oportunidades
materiales del hombre, arraigan en última instancia en una revolución de índole
cultural. En efecto, por la época del “capitalismo”, se constata la emergencia
de una nueva actitud frente al mundo que, a veces en contra del viejo espíritu
y otras en silenciosa complicidad con él, concebirá de forma distinta a la
sociedad, al Hombre, a la existencia y a Dios. Este cambio que se adueña de las
mentalidades para el siglo XV es lo que se ha dado en llamar Renacimiento.
La
erupción económica de postrimerías del siglo XV, el “empuje capitalista” de por
entonces, es un fiel reflejo de esa impetuosa sublevación espiritual que supuso
el Renacimiento. Lo que sucede es que el Renacimiento prohijó una filosofía que
promovería una nueva relación con el Mundo, basada en una revalorización de la vida terrenal. Esta nueva filosofía tendría
como una de sus consecuencias más visibles un aprecio por la riqueza material;
uno de los implícitos, si los hay, más importantes del capitalismo. Profundicemos
en esta idea.
La
Edad Media había predicado a cuatro voces el “contemptus mundis”; concepto según el cual la vida terrenal debía
ser despreciada. Para la cosmovisión medieval, la existencia humana en la
Tierra era tan sólo una mera preparación para la vida eterna. Como
consecuencia, se concebía al mundo circundante como perecedero, como una
residencia temporal a la que no se le debía mayor miramientos. Lo único que
debía importar durante el efímero tránsito terrenal era procurar andar por el
camino recto y evitar el pecado, pues sólo así se aseguraría el pasaje al Cielo.
Para
el paradigma de la época, quien quisiera dedicarse “a las cosas de este mundo” estaba
hipotecando el tesoro más importante que le era posible alcanzar de la mano de
Dios: la salvación eterna. Y era, por ello mismo, digno de ser enjuiciado y
castigado. Del mismo modo, avocar las fuerzas a la comprensión de la
Naturaleza, a desentrañar sus misterios más íntimos, fuera por placer o por
utilidad, era para la concepción medieval esbozar una excesiva confianza en el
poder de la inteligencia humana. Para el imaginario del período, era Dios quien
poseía la llave de los secretos de la Naturaleza y de la existencia en general.
Y éstos no serán revelados sino hasta que alcancemos su presencia. Por
ello, la Iglesia, intérprete monopólica de las Escrituras y celosa gendarme de
la salvación, veía cualquier intento de hacer inteligible la Naturaleza como un
pecado de soberbia contra la omnipotencia de Dios.
En
todos los ámbitos, el hombre era esencialmente pensado como un ser incapaz de lograr
autonomía dada su completa subordinación a la Divinidad. Las instituciones
medievales reflejaban esa visión teológica de la vida, que ponía un grueso
acento en los fines de ultratumba. Según se creía, la sociedad humana no un
artificioso creado deliberadamente para servir al individuo sino un orden
natural establecido desde el Cielo para asegurarle a éste, aún merced al uso de
la fuerza, su pasaje a la presencia eterna de Dios. En tanto representante de la
Divinidad en la tierra, la Iglesia era reconocida como la única fuente autorizada
para dictaminar la buena moral que habría de regir toda la “Res publica christiana”. La jerarquía
era simple: en la cúspide está Dios, de Dios emana la justa moral y de ella
dependen, básicamente, todas las demás actividades humanas. Dueña y
administradora de la moral, la Iglesia se aseguraba entonces la soberanía sobre
todos los demás órdenes del quehacer humano.
En
tanto parte de la moral, la actividad económica no escapaba al severo escrutinio
de la Iglesia, que condenaba a toda empresa “excesivamente” terrenal como
sospechosa de pecado. De allí que el mundo del cristianismo medieval sea el
mundo que castiga el comercio con los paganos, el que condena el cobro de intereses
y el que sentencia como vanidosa y contraria a las Escrituras toda acumulación
que fuera más allá de lo justo y necesario. Como es de imaginarse, ninguna transformación
económica de magnitud podía prosperar en condiciones tan adversas. Y de hecho
así sucedió.
El
Renacimiento vino a cuestionar este status
quo. Arremetió de frente contra ése discurso que embretaba el accionar
terrenal de los hombres. En su interior, el Renacimiento piensa que la Edad
Media se había ocupado en exceso del más allá. El Renacimiento, por su parte,
buscaba equilibrar la ecuación y subrayar que el mundo del más acá también
merecía atención. Debemos preocuparnos sí de nuestra vida eterna, pero esa
preocupación no puede llegar al punto extremo de obligarnos a sacrificar nuestra
corta vida en la Tierra: ésa carga es demasiado onerosa. El Renacimiento se
levantaba así contra la vida ascética que había imperado hasta entonces, declarándole
guerra abierta al vetusto “contemptus
mundis”.
La
reaparición y reinterpretación de obras filosóficas y literarias provenientes
de la Antigüedad Clásica vino a dar nuevo oxígeno a la civilización Occidental.
Puesto que gran parte de la doctrina católica estaba basada en gran parte en la
filosofía de autores griegos y romanos, como, por ejemplo, los estoicos, la
remisión a los antiguos constituyó el salvoconducto perfecto para recuperar,
sin la censura de la Iglesia, la herencia humano-racionalista
que se había creído perdida con el advenimiento del cristianismo y del
teocentrismo. Con ese cometido, el espíritu renacentista se abre paso
rápidamente, buscando renovar todo lo que le parece arrumbado por el peso desmedido
de la vida ultra-terrena.
Sobre
todo, el Renacimiento insufló en los hombres el espíritu curioso. Al hombre
renacentista no solo le preocupan las letras. Le interesa también, y
principalmente, la Naturaleza y sus misterios. Es así que, por un tiempo, aparta
su mirada del Cielo y la dirige a contemplar las maravillas más inmediatas que
ofrece por doquier una Naturaleza exuberante. Encandilado por esa indecible
belleza, el hombre del Renacimiento da nuevo inicio al arte, cuyo sentido será
retratar la magnificencia natural. Por el mismo camino de la curiosidad, no
sólo se reanuda el arte, también se empiezan a aceitar los oxidados engranajes
de la ciencia. Se despierta en el hombre un voraz deseo por hacer racionalmente
inteligible la hermosura del mundo natural a la que el arte solo pretende
imitar.
Al
volcarse hacia la exploración del mundo exterior, comenzó a apreciarse la
riqueza material como nunca se había hecho en los siglos de Edad Media. En
especial, el Renacimiento hizo del redescubrimiento de la Naturaleza una
oportunidad perfecta para hacer más confortable la vida en este mundo.
En
su búsqueda por hacer habitable el mundo exterior, dirige sus fuerzas hacia el
desarme de todas las sanciones morales que sopesaban empecinadamente sobre la
avidez de lucro. La nueva filosofía concebía que los frutos de la tierra no estaban
allí sino para ser disfrutados. Predica que el cuerpo no debe ser privado de
todo placer mientras espera la eternidad. Al contrario, está convencida de que
Dios nos ha rodeado de prodigios naturales para enaltecer los sentidos, para
hacer de esta efímera existencia una instancia más afable y llevadera. Por todo
ello, juzga que la búsqueda de la riqueza es perfectamente lícita. En el fondo,
y allanando el camino a los fisiócratas franceses, concibe que debe dejarse
operar libremente aquel impulso natural que clama por la conquista del
bienestar material. De ese modo, apunta a renovar las viejas instituciones.
Se
concretó, entonces, una lucha entre dos bandos. Por un lado, una tenaz voluntad
de gestar la riqueza. Por otro, una moral que censuraba cualquier acto que no
estuviese exclusivamente dirigido a salvaguardar la vida eterna. La batalla fue
larga y ardua pero, para finales del siglo XVI, la nueva mentalidad ya se había
anotado un éxito. La moral-teológica cedía en ciertas rigurosidades,
permitiendo aprovechar, aunque con muchas limitaciones, las posibilidades de
explotación material que propiciaba el mundo nuevo. Se había suavizado así el
camino para la consecución de la riqueza material. Claro que esto no sucedió de
forma simultánea en todos los rincones de Europa. En realidad, cada región tuvo
su propio tempo. Sin embargo, en donde el Renacimiento caló más hondo, la
prosperidad germinó brutalmente. De ello dan cuenta precisamente ciudades como
Génova, Florencia, Venecia, Amberes, etc. que experimentarían, por el período,
una acumulación económica sin precedentes.
Como
producto de lo anterior, la moral cristiana fue transfigurada de una forma
increíble, viéndose obligada a adaptarse a los fines que una creciente
preocupación por la “mundanidad” imponía de forma arrolladora. De allí aparece,
muy tímidamente al principio, una ética ligada al trabajo, a la generación de
riqueza. Esta remodelación de costumbres y de moral fue tan radical que a la
Iglesia no le quedó otra opción más que transar con el nuevo espíritu de la
época.
Tiempo
después, penetrará en las consciencias, lenta pero profundamente, una filosofía
que aducirá que el atajo para arribar al bienestar social está en concederle al
individuo la mayor libertad posible. Una filosofía que habrá de tener su punto
cúspide en la obra de Adam Smith, varios siglos después de iniciado el proceso.
Será por entonces cuando la moral, que antes se concebía como en función de la
vida ultra-terrenal, pase a servir a los mundanos propósitos de la utilidad o
de la maximización del bien común, como propondrán explícitamente los
fisiócratas y Helvétius o d’Holbach en la Francia del siglo XVIII y Stuart Mill
y Jeremy Bentham en la Inglaterra del siglo XIX.
Es
evidente, entonces, que este desarrollo tardó un largo tiempo en desplegarse
completamente. Pero más allá de ello, lo importante a destacar es que la
convulsión cultural que vive Europa durante los siglos que componen el
Renacimiento, arrojará una consecuencia fundamental para el liberalismo. La
puja acaecida entre las nuevas perspectivas que se trazaba el hombre
renacentista y los axiomas de una moral esencialmente teológica, terminó
jugando en favor de la separación de ambas esferas. Es decir, durante todo este
proceso, la moral logrará desoldarse de la teología, emancipándose así de las
férreas exigencias trascendentales a las que estaba esclavizada.
Sin
esta escisión de los terrenos, el liberalismo no hubiera podido articularse
correctamente. Sabido es que éste supone una absoluta independencia, no sólo de
la teología, sino de cualquier otro dogmatismo. En particular, la idea de
tolerancia, que es la médula misma de la lógica liberal, no puede ser fundada
sino sobre la base de una moral secular que abarque, sin por ello
comprometerse, a todas las expresiones culturales y doctrinas religiosas.
El proceso de secularización de la moral
propiciado por una revalorización de la vida terrenal se solapó con la
emergencia de otras transformaciones que también eran hijas legítimas del
Renacimiento y que, del mismo modo, coadyuvarían a alumbrar al liberalismo. En
particular, vamos a referirnos a la Reforma protestante del siglo XV.
Está
más allá de toda duda la participación activa de la Reforma protestante en la
conformación del liberalismo. No es abusivo decir que quizás haya sido una de
las vicisitudes político-religiosa de mayor impacto en la senda del liberalismo
y, más ampliamente, de la Modernidad. Ello es efectivamente así en la medida en
que observamos que sus numerosísimas ramificaciones significaron una revuelta
general contra principios que habían sido concebidos hasta entonces como
“sagrados” e “incuestionables”. Tras la Reforma, el viejo mundo pre-moderno,
organizado en torno a una unidad cristiana relativamente consolidada, a una
sociedad estamentaria y a una visión preeminentemente religiosa del mundo,
comenzó a desmoronarse de manera estrepitosa, allanando el camino para nuevas
formas de concebir las relaciones políticas “intra”
e “inter” sociedades.
Si
hubiera que definir el momento exacto del inicio de esta debacle de
consecuencias mayúsculas, diríamos que comenzó en 1523, cuando Martin Lutero
publica la polémica obra “De la autoridad
secular en qué medida se le debe obediencia”. Al decir ello, no se
pretende, en absoluto, ignorar o minimizar los caudalosos antecedentes que,
durante los siglos anteriores, alimentaron la revolución de los reformados. Pero
fue ciertamente la obra de Lutero la que, por sus pretensiones, logró encauzar
todos los descontentos que se habían gestado contra el alegado despotismo de la
Iglesia. De allí que rápidamente se plegaran a él la burguesía, los nacionalistas
alemanes, la corte sajona, artistas varios y, al menos en un principio, los
humanistas herederos del Renacimiento.
De
allí que Lutero sea más que un líder religioso y se torne también una figura política sumamente
relevante para el devenir del Occidente. En su arremetida contra la Iglesia
católica, Lutero estimuló, aunque claramente por fuera de los cálculos
iniciales, un profundo replanteamiento de la organización política tal y como
había sido impulsada por el papado desde la caída de Roma. Algo que comienza
precisamente reformulando la vieja “teoría
de las dos espadas”.
Según
sostenía la tradición católica, la Iglesia tenía en su haber dos espadas. Éstas
eran, por un lado, la espada que gobierna los asuntos temporales y, por otro, la que gobierna los asuntos religiosos. A través de ésa
metáfora, se pretendía establecer que la Iglesia tenía competencia tanto sobre
el orden temporal como sobre el espiritual. Si bien éstos eran uno en sus
manos, la Iglesia se servía de los Príncipes a quienes les encomendaba
expresamente la función de gestionar los asuntos temporales. Esa transferencia,
empero, no era definitiva sino de carácter transitoria, debiéndose ejercer en
nombre del poder de Dios otorgado a la Santa Sede. Por lo tanto, según este
modelo el poder del Príncipe estaba subsumido indefectiblemente al poder de la
Iglesia.
No
obstante, ésa que había sido un arma teórica fundamental de la Iglesia en su acreditación
a través de los siglos como poder político instaurado por el mismísimo Dios, se
volvía ahora en su contra de la mano de la reelaboración luterana. En efecto, lo que para la Iglesia eran
simplemente dos caras de una misma moneda, para el reformador alemán eran dos
planos completamente “distintos” e “inconfundibles”. En concreto, Lutero negará
la existencia de dos órdenes y, en contraposición, asegurará el establecimiento
de “dos reinos”. Uno que está destinado específicamente a los creyentes en
Cristo y otro dirigido a los que no comparten ésa fe. El primero se gobierna a
través de la espada religiosa y el segundo a través de la espada secular. De
esa forma, Lutero, reconociendo la existencia de pueblos no cristianos más allá
de las fronteras de la gran República Cristiana, propone para éstos una
solución: el gobierno secular.
Pero
¿por qué la necesidad del gobierno secular? La cuestión es sencilla: si todos
los hombres fueran cristianos no habría necesidad de príncipes ni de reyes
puesto que los cristianos, portadores de la verdadera moral, sería capaces de
vivir en perfecta armonía unos con los otros. Pero como ello no es así “[…] Dios ha establecido para aquellos otro
gobierno distinto fuera del orden cristiano y del reino de Dios y los ha
sometido a la espada para que, aunque quisieran, no puedan llevar a cabo sus
maldades”. Como era Dios quien instalaba en la tierra la autoridad secular,
los cristianos así como los no cristianos debían someterse a ella, sin derecho
a resistencia alguna.
Con
esta doctrina, Lutero da un paso decisivo en la dirección de lograr la
secularización política. En efecto, su doctrina apuntaba a quitar al Papa la
espada secular para entregársela definitivamente a una autoridad política que
ya no estaba, al menos formalmente, sometida al poder de la Religión cristiana
simbolizado por Roma. Así dejaba de existir un único centro de poder al que le
era dado en decidir sobre todas las cuestiones para asomar, en cambio, una
pluralidad de poderes que se reservan el derecho de gestionar los asuntos de
este mundo. Con todo ello, otra vez se escinden los espacios. Nada más que es a
la política a la que le toca ahora cobrar independencia con respecto a la
religión. Lutero quebró el vínculo de sujeción que unía a la política con la
religión institucionalizada. Al remover al Papa de la jerarquía política, dio
vía libre para que la autoridad política condujera la comunidad hacia fines
seculares. El Papa ya no tenía la competencia para erigirse en juez de la
conducta de los Estados: poder político y poder religioso se habían disociado
irreversiblemente.
Con
la cisma de la Iglesia, la Europa del siglo XVI quedaba dividida, grosso modo, entre protestantes y
católicos y, con este fraccionamiento, se presentaban nuevos problemas para la
teoría política de la época.
En
efecto, la división de las aguas hacía que la legitimidad de las monarquías
tambaleara fuertemente en la medida en que éstas para fundamentar su poder habían
apelado a la existencia de una “Ley divina” de la que precisamente la Iglesia
era mensajera y tutora exclusiva. En otras palabras: en un contexto en donde la
mitad de Europa le disputaba abiertamente la autoridad al Papa, se tornó
inaceptable conformar una monarquía sobre la base de un poder divino del que
Roma fuera vocero único. Fue cuestión de tiempo, entonces, para que la crítica
reformada de la Iglesia se extendiera también a la monarquía, que había
construido el edificio de su poder con los ladrillos de la doctrina
católico-romana. Aparece, en otras palabras, el problema de las fuentes de las
legítimas “soberanía”. Por lo tanto, se hacía imperioso buscar otro suelo
legitimador, menos movedizo.
Es
necesario señalar que el cuestionamiento teórico de los fundamentos de la
monarquía fue alimentado por un crecimiento de su poder interventor, algo que era
criticado por los sectores poderosos de la población. Por el siglo XVI, en
varias partes de Europa se había puesto en marcha un proceso de consolidación
de unas monarquías de fuerte vocación absolutista.
A
ello, valga decir, ayudó el propio Lutero, quien bregó justamente por colocar
el monopolio del poder político, de la “espada secular”, en manos de un solo
soberano como solución al vacío de poder político dejado por la retirada de la
Iglesia. Aunque difiere en el contenido y en la filosofía general, la obra de
Lutero, en ese sentido, tejió alianza con el realismo de Maquiavelo, quien, del
mismo modo, aunque desde Italia y para Italia, pregonaría la necesidad de una
monarquía con un poder centralizado y supremo. Al negarle la espada secular a
la Iglesia, la tesis luterana reconocía, al menos teóricamente, la libertad del
Rey y del Príncipe del “yugo” eclesiástico, del padrinazgo político de la
Iglesia. Así, la propuesta luterana favorecía la tendencia absolutista,
reconociéndole el poder y la autoridad monopólica al Príncipe o al Rey, es
decir, al “soberano”. Para el teólogo alemán, Dios se vale del Estado para
ejercer su soberanía sobre el mundo humano (Raynaud; Rials 2002, 31).
Eso
que Lutero plantea aún en términos religiosos, por cuanto si bien el poder
secular está eximido del de la Iglesia aún está en relación de dependencia con
el de Dios, Hobbes lo traducirá, en plena sintonía con el auge racionalista del
siglo XVII, en términos completamente seculares. Al igual que Lutero, Hobbes
será partidario de una monarquía absoluta sólo que en lugar de derivarla de
Dios lo hará, retomando en el fondo la tradición romana y germánica, a través
de un hipotético “contrato social” pergeñado entre los individuos. Tanto la
idea de la sociedad como un “conjunto de individuos”, la de “derechos
naturales” como la de “contrato”, utilizada por Hobbes para armar su teoría del
soberano, serán componentes fundamentales de la enjundia teórica del
liberalismo. Sin embargo, para que ello efectivamente sucediera para la segunda
mitad del siglo XVII, había que solucionar primero la situación de orfandad teórica
de la monarquía. Para ello, tres corrientes entran en una disputa que tendrá un
fuerte influjo en el desarrollo del liberalismo.
1.
En
primer lugar, aparecen en escena los llamados “monarcómanos”. Lutero había
predicado la sumisión al Príncipe como forma de evitar el caos social, sobre
todo como el que había presenciado con la revuelta campesina de 1524 en
Alemania. Pero ése axioma pronto probó ser inviable. Una vez puesta en marcha
la Contra-Reforma, los protestantes se vieron perseguidos por sus Príncipes,
sobre todo en Escocia y en Francia, y, de esa forma, concluyeron que tenían un
derecho, otorgado por Dios, a resistir dichos atropellos. Esa raíz tiene
precisamente la teoría monarcómana, que se opondrá con fuerza a las
justificaciones absolutistas de la monarquía, propugnada, como veremos, por los
reaccionarios católicos.
Según los monarcómanos, el monarca debe
ejercer su poder “conforme a Derecho”. Lo que significa que el poder de un
Príncipe debe fundamentarse en la sociedad, la que le establece ciertos límites.
Adelantando a Locke, los monarcómanos reconocían el derecho del pueblo a
sublevarse contra el Príncipe si se diera el caso de que éste no respetara
ciertos mandatos fundamentales, como los divinos, o constitutivos de la
comunidad a la que gobierna. Es verdad que el derecho a la sublevación ya
aparecía en algunos desarrollos teóricos griegos y medievales, sobre todo en
autores escolásticos partidarios de la soberanía indirecta del Rey, con la
teoría monarcómana, y después con la teoría liberal, ése derecho a la
resistencia se radicaliza, pasando a ser un derecho “fundamental” e
“inalienable”” de la comunidad.
Uno de los textos más emblemáticos de la reivindicación
monarcómana fue el “Vindicae contra
Tyrannos”, publicado bajo el seudónimo de Stephen Junius Brutus en 1579. En
él, se aprueba explícitamente el derecho a la resistencia si el Rey se aparta
de lo fijado por la Ley divina o actúa de forma contraria a los fundamentos de
la comunidad. Quizás el último monarcómano haya sido el filósofo calvinista
Johnannes Althusius quien, habiéndose movido en los círculos humanistas y
pre-ilustrados de la escuela de Herborn, realiza, en su “Política” de 1603, una de
las defensas más agudas de la soberanía
popular.
2.
En
segundo lugar, se hicieron escuchar los defensores de la monarquía de Derecho
divino quienes reaccionaban contra lo que tildaban eran “excesos” de los
monarcómanos protestantes. Esta teoría postulaba que si el poder del Rey no
deriva del Papa, entonces lo hace directamente del de Dios. Para justificar
dicha afirmación, tomaron como base la epístola de San Pablo a los romanos, en
donde se declara: “Sométase todo
individuo a las autoridades responsables, ya que no hay autoridad que no
provenga de Dios, y las continuidades lo han sido por Dios” (Romanos 12,
21). Como se desprende de la última frase del texto, otro de los pilares
fundamentales de esta doctrina era la premisa de que el derecho hereditario es
irrevocable o, lo que es lo mismo, que los derechos del monarca a gobernar, que
le son concedidos ya desde el nacimiento, son inalienables, esto es, no pueden
ser ni usurpados ni depuestos bajo ningún título. Para sostener dicha tesis, se
argumentaba que Dios había elegido desde el principio quienes habrían de gobernar
y que ésa elección era transmitida a través de los lazos de sangre.
En la medida en que el monarca era concebido
como el representante directo de Dios en la tierra, rol que otrora ocupase el
Papa, se visualizaba a su poder como ilimitado. Al igual que Dios, el Rey no
debe obedecer sino a sí mismo: en otras palabras, su poder es absoluto al estar
exento de todo control terrenal. Se aduce así que es el Rey, y no al Papa o al
Emperador, al que le cabe la “plenitudo
potestatis”, repeliendo todo limitación de índole legal. Por otro lado, y si
los monarcómanos habilitaban al pueblo a levantarse contra sus gobernantes en
ciertas situaciones, los partidarios de la monarquía de origen divino aducirán,
en contraposición, que la obediencia pasiva es un mandato divino e inapelable.
Actuar en contrario, es actuar de forma pecaminosa.
3.
En
tercer lugar, aparecen los moderados, cuya doctrina equidistaba tanto de la
monarquía de origen divino como de la teoría monarcómana. Esta postura
proporcionaría el suelo firme para la reestructuración del viejo iusnaturalismo
de prosapia estoica que, a la vez que con ciertos elementos tomados de los
monarcómanos, serviría para allanarle el camino a la doctrina liberal.
Acaso
fue Juan Bodino quien mejor representó esta corriente de pensamiento. En su
obra magna, “Los seis libros de la
República” de 1576, el autor ofrece una de las primeras teorías modernas de
la soberanía. Escrito en medio de las guerras de religión y de las últimas
batallas del feudalismo, su texto estará dirigido a echar las bases de un poder
político centralizado, que tenga como prioridad garantizar el orden y la paz en
la sociedad. Su intención apunta, sobre todo, a defender una monarquía
poderosa, capaz de inmunizar a la comunidad contra la anarquía, pero limitada
en la consecución de ése fin.
Para
Bodino, el poder de una República no emana ni de Dios ni de la sociedad cuanto
del conjunto de familias que la
componen. Nótese que si bien todavía no
se anima a fundar la legitimad del poder soberano en los individuos, el hecho
de fundamentarla en una institución de carácter intermedio, como es la familia,
es un claro avance en esa dirección. Además de lo anterior, Bodino también
define a los integrantes de una República como aquellos que están sometidos al
mismo poder soberano. Con ello, deja de lado la visión estamentaria de la
sociedad y de los individuos y adopta, en cambio, una visión basada en la igual
dependencia al poder de la República. De esa forma, y aunque de manera todavía
muy germinal, Bodino aproxima, aunque aún muy tímidamente, lo que más tarde
será una reivindicación propiamente liberal: la igualdad ante la ley.
Por
otro lado, Bodino aduce que el poder del soberano es “absoluto”, esto es, en su
construcción teórica, el poder soberano es un poder independiente, que gobierna
a la sociedad a través de leyes que él mismo impone. No obstante, ésa definición
no acerca a Bodino a las doctrinas absolutistas ya que, en realidad, su visión
del poder soberano como “absoluto” no implica la inexistencia de límites. En
sintonía con cierta tradición romano-medieval, la tesis de Bodino respeta a la
llamada Ley natural. Es decir que, aunque suene paradójico, para Bodino, el
soberano es absoluto en términos de que no es jurídica ni políticamente
limitable, pero a la vez es limitado, en el sentido de que debe observancia a
la Ley natural. Aunque aún no son los “derechos naturales” los que limitan el
poder soberano, como será en Locke, sino la Ley natural, la idea de que existen
ciertas limitantes al poder y de que éstas se cimentan en la Naturaleza, en
algún sentido, coloca a Bodino, junto a otros moderados y algunos monarcómanos
que sostuvieron tesis similares, como un “proto-liberal”.
La
del liberalismo es una concepción esencialmente individualista de la sociedad y
de la política. De modo que no existe liberalismo sin individualismo. Sin
embargo, la idea de que el hombre es un “individuo” en lugar de un mero
“componente” de un órgano más amplio, como la sociedad, tuvo un desarrollo
previo al del liberalismo. En última instancia, sus orígenes se encuentran en
el Renacimiento. Sin embargo, fue la Reforma y algunos elementos doctrinarios
provenientes de ciertas tradiciones, de corte humanista, del Medioevo las que
dieron al individualismo y a la idea del hombre como un ser “libre” y portador
de ciertos “derechos naturales” un empujón decisivo e irreversible.
A
nivel teórico, la Reforma protestante de una tendencia individualista desde el
momento en que la doctrina luterana proclama, entre otras muchas tesis, la
llamada “inviolabilidad de consciencia”. Según ella, la religión no debe ser
parte de ningún orden social comandado por una autoridad religiosa. En
realidad, la religión, dirá Lutero, debe resguardarse en el ámbito de la
experiencia personal, que debe mantenerse virgen de toda transgresión de orden
pública. En unas pocas palabras: para Lutero, la religión es un asunto individual con respecto al cual nada
tiene que decir el poder político.
Pero
el individualismo implícito en la doctrina de Lutero no sólo pasa por la idea
de inviolabilidad de consciencia. Como en los escritos de Erasmo de Rotterdam y
otros humanistas de la época, en su modelo teológico sólo existen dos extremos:
el creyente y Dios. Todos los demás eslabones y jerarquías eclesiásticas que
habían sido instaladas por la Iglesia son, para la visión de Lutero, obstáculos
que entorpecen la libre comunicación del individuo con Dios.
Para
Lutero, el ejercicio de la fe debe ser una actividad administrada por el propio
individuo y no por ninguna otra autoridad presuntamente instituida por Dios. Dicho
sencillamente: en la simple relación Dios-hombre, no hay los obispos, los
sacerdotes, los cardenales y los Papas sobran. Al retraerse al fuero íntimo, la
fe se sustrae de la vida pública. De ahí en más, será cosa “privada”. Con ello,
Lutero echa las bases de una distinción fundamental para el liberalismo: la
separación entre la vida “privada”, de la que el individuo es dueño y señor y
en la que ningún poder político puede interferir; y la vida “pública” que es la
vida del individuo en tanto parte de la sociedad y obligado a velar por el bien
público.
Por
la vía de negarle legitimidad a las órdenes eclesiásticas, Lutero procede a habilitar
uno de los principios “leitmotif” de
la Reforma: la libre interpretación de la Biblia. Y difícilmente haya otra idea
más solidaria al individualismo en la revuelta protestante que la libre
interpretación de los Textos. En efecto, decir que los hombres tienen derecho a
era darle carta de ciudadanía a la auto-determinación individual. Así Lutero
destronaba a la autoridad y, en su lugar, colocaba la consciencia del
individuo. La soberanía que perdía Roma sobre la fe, la ganaba en igual
proporción el individuo, quien ahora, Biblia en mano, puede entender las
Escrituras como mejor le parezca, de acuerdo a sus propias y más íntimas
convicciones. El principio de libre interpretación trascenderá la teoría y se
volverá una realidad de hecho con la invención de la imprenta por parte de
Johannes Gutenberg en 1450, la que facilitará enormemente a los protestantes la
tarea de jaquearle a la Iglesia el monopolio interpretativo de los Textos
Sagrados.
El
individualismo de la Reforma florecía a la sombra de la doctrina cristiana y a
ella se acotaba. Corresponderá al humanismo ampliarlo, radicalizarlo y
secularizarlo. A ése individualismo esbozado por la Reforma se unirá la noción
de que los individuos están dotados de ciertos derechos naturales e innatos que
son oponibles al poder del Estado.
La
Edad Media desconoció al individuo en todas sus formas, en todas sus
dimensiones. Cuando se habla del hombre se habla del hombre como función del
todo social, no como una unidad auto-suficiente. Por lo tanto, la idea de que
existen ciertos derechos inherentes a la persona difícilmente pudo echar
raíces.
Pese a ello, especialmente la Baja Edad Media,
ofreció algunos rudimentos de lo que posteriormente se habrían de transformar
en la moderna noción de “derechos naturales”. Siguiendo de cerca la escuela
estoica, la Edad Media suscribirá la existencia de una “Ley natural”, a la que
deben obedecer por igual todos los
hombres, más allá de su credo o localización geográfica. Más allá de su
contenido, que varía según el autor que la trate, a los efectos de nuestra
historia del liberalismo importa resaltar que la “Ley natural” en general era
esgrimida por los juristas de la época tanto contra los posibles desmanes de
los súbditos como contra el poder desmadrado de un soberano devenido tirano. Lo
que sucede es que para el imaginario medieval, la “Ley natural” era la
manifestación de la razón divina en el mundo de la que, como las mismísimas
Escrituras, el hombre no puede apartarse ni un ápice. Como vimos en algunos
monarcómanos y en Bodino, que claramente prohijaron parte de esta teoría, la
“Ley natural” constituía el límite dentro del cual el ejercicio del poder
soberano era considerado legítimo.
Es
válido ver prefigurada en esta concepción estoico-medieval la idea liberal de
que el poder político debe estar limitado por ciertas barreras naturales. Sin
embargo, todavía hay una diferencia substancial que no debe ser omitida: dada
la visión organicista que cultivó la Edad Media, los individuos no existen sino
en función de su inmediata subordinación a la comunidad. En la medida en que el “individuo”, como concepto,
todavía no fue construido, la “Ley natural” de la Edad Media no otorga derechos a los individuos sino
que lo hace a la totalidad de la comunidad política. No es, como se concebirá posteriormente, que
por su mera existencia los individuos tienen “derecho” a la vida, a la
propiedad, al matrimonio. Si la vida, la propiedad y el matrimonio deben ser
resguardados es porque así lo prescribe una “Ley natural” de origen divino y
que regula el actuar humano. En todo caso, el único sujeto “dotado” de derechos
eran entidades muchos más amplias como la “comunidad” o incluso la “Humanidad”.
Pero esos “derechos” que la “Ley natural” concedía también podían ser quitados,
suspendidos o transferidos según las circunstancias. Así, lejos estamos todavía
de la tesis defendida por el liberalismo de que los derechos son “atemporales”,
“inherentes”, “inalienables” e “intransferibles”.
Sin
embargo, esta visión de la “Ley natural” experimentará un giro radical. No será
más concebida como regulando a la comunidad política en su conjunto sino como
“equipada” a cada individuo en particular. Es decir, para el siglo XVII, la
“Ley natural” se “subjetiviza”. Si bien ése cambio ya se puede percibir en
algunos autores de la escolástica, en realidad, no hallará su máxima expresión sino
en la obra de Thomas Hobbes. En su teoría, los derechos pasaron de ser “concedidos”
por una “Ley natural” externa y objetiva a ser parte indisoluble y constitutiva
de la existencia individual. En efecto, para Hobbes, la primera “Ley natural” de
la que se derivan todos los demás, de ahora en más denominados “derechos naturales”,
es la tendencia natural, constatable en todos los hombres, a la “auto conservación”.
Todos
los hombres, dirá Hobbes, tienen inscripta en su naturaleza una inclinación a preservar
su propia vida. De ésa inclinación, concluye, se deduce que todos los hombres
tiene un “derecho a la vida” que le es inherente. De ese modo, Hobbes revoluciona
lo que había sido hasta entonces una constante en la teoría política antigua y
medieval, pasando así de la “Lex
naturalis” al “Jus naturale”, de
la “Ley natural” a los “derechos naturales”. Aunque resulte paradójico, es así
que Hobbes, autor que pasó a la historia por su justificación del absolutismo, proporcionó
ciertos conceptos fundamentales para el liberalismo y que cosecharán sus
primeros frutos pocas años después con “Dos
tratados sobre el gobierno civil” (1689)
de John Locke.
4. Hacia la construcción de la
tolerancia
Gracias
al hastío general con los enfrentamientos, que no cesaban aún luego de varias
décadas de iniciados, y al avance impetuoso del escepticismo, se configuró un
nuevo relato que sería fundamental para originar el liberalismo: la tolerancia.
Como
es sabido, la Reforma no fue un movimiento único y coherente. Contenía dentro
de sí una enorme e insoslayable pluralidad. Pero esa pluralidad no sólo redundó
en beneficio de la secularización de la política y, ulteriormente, también la del
Derecho sino que, muy a pesar de los reformadores, terminó por favorecer el
progreso del escepticismo.
Lo
que sucedió fue que, en su lucha contra la centralización de Roma, la Reforma
logró efectivamente abrir el horizonte para nuevas interpretaciones pero, al
hacerlo, también permitió la aparición de una virtual anarquía confesional y
doctrinaria. Efectivamente, quien visitase la Europa de entonces, seguramente vería
que había tantas doctrinas cristianas como interpretaciones posibles de los
Textos. Surgía así el problema de cuál era la interpretación “correcta”. Se
sucedieron infinidad de combates teóricos y de pujas conceptuales con el
objetivo de “demostrar” a los adversarios la verdad de su interpretación. Sin
embargo, ello no favoreció ni jugó en contra de ninguna dogmática religiosa en
particular sino de la cristiandad misma, pues este constante conflicto
intelectual puso de relieve las oscuridades, las debilidades y hasta las
contradicciones que poseía el cristianismo y que, bajo la mano rígida de la
Iglesia, no habían salido a la luz con anterioridad.
Por
otro lado, y como resultado, la fe se mostraba ahora insuficiente para solucionar
los problemas suscitados entre los diversos grupos religiosos. Cada bando
pretendía imponer su fe a la del otro, lo que los lanzó directamente al
conflicto bélico. El resultado de ello fueron las sanguinarias guerras de
religión que asolarían a la Europa moderna, durante los siglos XVI y XVII y que
inspiraría el famoso “bellum omnium erga
omnes” de Hobbes. En ellas, se daba el caso contradictorio de que todos los
bandos combatían de forma pasional en nombre del mismo Dios.
Ya
el filósofo católico Jacques Bénigne Bossuet escribió que la superabundancia de
sectas, los constantes cambios doctrinales y su rotunda incompatibilidad alentarían
no sólo el escepticismo sino, peor aún, del ateísmo. Y no se equivocó. El
escepticismo se hizo patente de inmediato en el acendrado cuestionamiento de
Francisco Sánchez al “magister dixit”,
en el “Que sais-je?” de Michel de
Montaigne y en la “duda metódica” de
Descartes, entre otros. El ateísmo tardaría más, llegando a convertirse en una
fuerza social importante en el siglo XVIII de la mano de la Ilustración. Pero
lo que importa destacar aquí es que es sobre la base de éste escepticismo que se
conjura entre la segunda mitad del siglo XVI y el siglo XVII que Montaigne, Locke,
Spinoza y, sobre todo, Bayle demandan más y más una amplia tolerancia. Se
pensaba, con razón, que los conflictos no terminarían a menos que cada uno de
los bandos aprendiera a convivir con el otro y aceptar las irremediables
diferencias.
Este
escepticismo, que nacía como producto de las guerras de religión, se potenció
enormemente a partir del impacto que causaron los nuevos descubrimientos
geográficos “post-Colón”. Efectivamente,
los exploradores que cruzaban el Atlántico y más allá hablaban de la existencia
de un mundo que era sencillamente impensable para la mentalidad de la época.
Los numerosos viajes acaecidos a lo largo del siglo XVI y XVII ponían al
descubierto una diversidad de creencias religiosas, de formas de organización
política y de costumbres que no sólo asombraban por su singularidad sino que
además despertaban un interés.
El
impactante encuentro con esta nueva realidad vino a rebatir la idea de que no era
posible construir una sociedad virtuosa sin el cristianismo, pues resultó que
aquellos “salvajes” vivían de forma pacífica y moral aún desconociendo la “verdad”
de la doctrina cristiana. Peor aún. Que los indios vivieran de forma apacible
no hacía más que realzar los males conocidos en una Europa que se mutilaba en
guerras por una religión que se decía era un corolario de las mejores. Para
ponerlo de otro modo: mientras Europa se hundía en la barbarie a causa de
diferencias teológicas, el nativo americano, ignorante de toda teología y de
todo artilugio intelectual y de toda sofisticada hermenéutica, llevaba una vida
tranquila, plena y “conforme a la Naturaleza”. Se concluyó que la “vida recta
era, pues, independiente de toda religión. Así, éste relativismo moral, se dio
la mano con el escepticismo para montar juntos una batalla a favor de la
tolerancia.
Por
otro lado, el ensanchamiento del mundo confrontaba al cristianismo con un
sinnúmero de otras religiones que venían a poner en jaque su, hasta el momento,
indiscutido título de religión eterna y universal. El testimonio de los
aventureros obligó a poner al cristianismo a la luz de su contexto, dentro de
sus límites geográficos e históricos. En las tertulias filosóficas, aún
reducidas para el siglo XVII, pronto se deslizó la idea de que tal vez el
cristianismo no era sino tan sólo una religión más entre muchas. Si esto era
efectivamente así, tanto más absurdas parecían aquellas guerras que se hacían
en nombre de ella.
Las
víctimas de un lado y del otro no hacían más que recrudecer los virulentos
choques. El Humanismo, hijo dilecto del Renacimiento, miraba con horror la
desoladora escena de muerte a su alrededor. Abogó así por el cese definitivo de
la violencia y la instauración del respeto por el credo ajeno. La filosofía se
hacía íntima amiga de la tolerancia. Pero no sólo los filósofos clamaban por la
tolerancia. Se unían también a ellos, la creciente burguesía que, en medio de
las incesantes disputas no podía realizar su propósito de lograr la acumulación
de riqueza. La persecución religiosa iba en claro detrimento del
establecimiento de la paz y, si no hay paz, es imposible tener un comercio
próspero y una economía floreciente. Es innegable, diría esta nueva clase
social, que aquellos países que cultivaban la estabilidad y la tolerancia eran
bendecidos con la prosperidad económica. El caso más sobresaliente de esto eran
los Países Bajos que, a pesar de su reducido tamaño, había logrado consolidarse
como una potencia del comercio internacional gracias a la paz que dominaban en
sus tierras.
La demanda por la tolerancia se hacía oír con
más fuerza al tiempo que los enfrentamientos se agravaban y que las fronteras
de un mundo en clara expansión cuestionaban cada vez su sentido. El relato de la tolerancia, será un espacio
común en la literatura liberal e ilustrada del siglo XVIII, que alimentará la lucha
de los Voltaire, Diderot, d’Holbach, Paine, etc.
5. La ciencia: abogada de la
libertad y de la razón
De
ningún modo estaba en las intenciones de Lutero lograr la conquista de una
libertad amplia. Como lo pone de relieve su enconada discusión con Erasmo de
Rotterdam, su lucha por la libertad se circunscribía al ámbito estrecho de la
religión cristiana y más específicamente a la interpretación de las Escrituras.
Sin embargo, para finales del siglo XVI y XVII, la emergente ciencia moderna,
enancada en la envión humanista y racionalista del Renacimiento, abogará por
ganar un espacio mucho más extenso para la libertad, a lo que se sumarán precisamente
el liberalismo y la Ilustración tiempo más tarde.
Que
la ciencia moderna se haya aliado con la libertad no es de sorprender. La
libertad es la condición sine qua non
de la actividad científica. Ningún científico puede acceder a la verdad del
mundo sino le es dada la libertad necesaria para ello. Efectivamente, a la
realidad natural se la comprende sea a través de la deducción (racionalismo) o
a través de la inducción (empirismo) pero ninguna de esas dos modalidades
exonera al científico de tener que formular principios, teoremas, hipótesis o
postulados que, en más de una ocasión, pueden entrar en directa colisión contra
las creencias religiosas o intereses políticos. Resulta imposible lograr una
comprensión racional de los fenómenos naturales si continuamente se teme a una
reprimenda a las consecuencias de ése conocimiento. El ejercicio científico
necesita, pues, de la libre
especulación como del oxígeno.
Quizás
sea la ya legendaria contienda entre Galileo y la Iglesia la que mejor
ejemplifique esa urgente necesidad de la ciencia de obtener mayor libertad y de
trazarse un terreno propio e independiente de toda tutela religiosa o política.
En un sentido más profundo, dicha contienda, representaba una puja entre una nueva
cosmogonía basada en la razón y una antigua teología que continuaba aferrada al
viejo mecanismo de la revelación y de la autoridad. La ruptura era, de ese
modo, inevitable. En tanto el sistema copernicano de Galileo era concebido por
la Iglesia como “contrario a las Escrituras”, se reconoció que era imposible
lograr una convivencia armoniosa, y así se comenzaron a dibujar los límites de
ambos dominios. Galileo, como buena parte de los científicos de la época, tenían
bien en claro que sólo la escisión de los reinos físico y religioso podía
garantizarle la libertad del primero. Con ello, el físico italiano se convertía
así en el soldado más importante del libre pensamiento.
La
ciencia progresa sólo en tanto y cuanto estén garantizados ciertos requisitos
mínimos de libertad. De hecho, no fue casual que allí donde el poder de la
Iglesia era dominante, como fue el caso de Italia, cuna originaria de la Revolución
científica, el espíritu científico se extinguiera, escurriéndose, en
contrapartida, por aquellos países que, por diversas causas, habían cultivado
un cierto respeto por la libertad. De allí que los Huygens y los Newton, como
los Descartes y los Boyle, florecieran o se exiliaran en Holanda o Inglaterra,
países pioneros en la época en la protección de las libertades más esenciales.
Después
de la revolución galileana, el espíritu científico se abre paso de forma
irrefrenable y, así, se reafirma en su necesidad secularizadora y en su
auto-determinación. Con Harvey, Torricelli, Halley, Rolfinck, etc. la ciencia
procedió a figurarse el mundo natural por sí sola, sirviéndose para ello solamente
de la razón, a la que se veía como cada vez como más fiable. Si bien la
censura, la persecución y hasta la sombra inquisitoria se mantuvieron
incambiadas por un tiempo, con la emergencia de la ciencia moderna, se concretó
una revolución cultural que veía efectivamente en la razón una amiga del
conocimiento, de la autonomía de pensamiento y, en general, de la libertad. Al
paso de los incesantes descubrimientos científicos del siglo XVII, la confianza
en la razón aumentó significativamente, volviéndose una importante fuente de
inspiración y legitimación para las demás áreas del conocimiento, como la
política, el derecho y la moral.
En
política particularmente, los efectos de la exaltación de la razón no se harían
esperar. Es verdad que la Reforma había dado el empuje inicial al proceso
secularizador de la política, pero no es menos cierto que el triunfo de la
razón sobre la teología de Roma vino a darle el golpe definitivo. Lo que Lutero
había iniciado en nombre del un nuevo cristianismo, los teóricos modernos lo
harán, más o menos explícitamente, en nombre de la razón. Por otro lado, toda
Europa había atestiguado cómo la razón había logrado establecer los límites de
la autoridad religiosa. A la luz de ello, era inevitable el surgimiento de la
siguiente analogía: si la razón le ha puesto coto a la autoridad religiosa así
también puede hacerlo a la autoridad política. Serán, grosso modo, Locke, Bayle
y Spinoza en el siglo XVII los que harán honor a esa idea.
En
otro plano, el racionalismo científico aportó también un sentido del poder al
hombre moderno como nunca antes había sentido. A través del conocimiento, el
hombre lograba dominar y predecir el comportamiento de la Naturaleza. Las
fuerzas naturales, que en otro momento eran consideradas insondables, ahora se
ponían en favor del progreso de la sociedad. Ahora bien, si la razón y el
conocimiento facilitaban el dominio de la Naturaleza: ¿por qué no lo habrían de
hacer con la sociedad? Por ése camino, asoma la idea de que la sociedad es,
como la Naturaleza misma, una entidad transformable a través del uso metódico
de la razón. La sociedad, dirá la intelectualidad liberal haciéndose eco del
triunfo de la ciencia y de la razón, no replica ningún orden supranatural, como
había dicho San Agustín. En realidad, o bien es un dato más de la Naturaleza y,
como ésta, moldeable en las manos de la razón, o bien una gran maquinaria
artificial, montada racionalmente para satisfacer las necesidades de los
individuos.
De
esa manera, y en la estela dejada por el surgimiento de la economía
capitalista, las guerras de religión, la progresiva secularización de la moral,
de la Reforma protestante, de los rudimentos teóricos legados por el
pensamiento antiguo y medieval y por la emergencia de la ciencia y su correlato
racionalista, se reafirmará la teoría liberal. Viendo al hombre como un “individuo”
naturalmente “libre” y “racional”, y viendo a la sociedad como una sofisticada techné al servicio de los individuos, el
liberalismo denunciará o bregará explícitamente por una reconversión, sea
progresiva o revolucionaria, de las estructuras del Antiguo Régimen.
Bibliografía:
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de los antecedentes del pensamiento liberal. Revista Prisma, N°20, 2005,
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- BREHIER, Émile. Historia de la
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Aires: Editorial Sudamericana.
- ISRAEL,
Jonathan. 2010. A Revolution of the mind. 1ra ed. United States: Princeton
University Press.
- LASKI, H.J. 2003. El
liberalismo europeo.1ra ed. México: Fondo de Cultura Económica.
- OZMENT, Steven. 2005. Una Fortaleza poderosa. Historia del
pueblo alemán. 1ra ed. Barcelona: Crítica.
- RUSSELL,
Bertrand. 2009. History of Western Philosophy. 1ra ed.
London: Routledge Classics.
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