La teoría de la soberanía en la Antigüedad greco-romana


*Por Jonathan Arriola.
1.- La noción de soberanía en la Grecia antigua.-

Es ya tópico señalar que la antigua Grecia se constituyó como la cuna del espíritu teórico del Occidente. A esa cultura inquieta le debemos gran parte del desarrollo intelectual de nuestra civilización. Sabido es que los griegos incursionaron exitosamente por el ámbito de la filosofía, de la física, de la medicina y de la matemática. De igual modo, el pensamiento griego dio abundantes frutos en el terreno de la teoría política. De ahí que también los primeros gérmenes del concepto de soberanía los encontremos en la Antigua Grecia.   

Primeramente, ha de advertirse al lector que es un tanto abusivo hablar de la existencia de una teoría o de un concepto de soberanía en Grecia. Por el período, más que de teorías, habría que hablar de ciertas conceptualizaciones tendientes a configurar lo que, parados en este tiempo histórico, visualizamos como la noción soberanía.

En Grecia, estaba bien extendida la alabanza de la ley como la entidad jurídico-política de carácter superior, esto es, “soberana”. Este endiosamiento de la ley era constatable en diversos ámbitos, siendo un espacio compartido tanto por la literatura como por la filosofía. Para los griegos, el arjé, es decir, la fuente originaria de la ley, era nada menos que la recta razón: por consiguiente, la ley debía ser, como ésta, universal, eterna y evidente.

Sin embargo, la adoración de la ley comenzó a flaquear durante la llamada Ilustración ateniense. A eso ayudó tanto la obra de los sofistas, que defendían a ultranza el relativismo filosófico, como la apertura de Atenas hacia los pueblos que habitaban el Mediterráneo. En efecto, frente a la enorme pluralidad de leyes que todos aquellos desplegaban, esa concepción de la ley, que la entendía como portadora de principios racionales universales, no tuvo más remedio que dar paso a una visión mucho más pluralista que al tiempo comulgaría perfectamente con el relativismo profesado por la filosofía sofista.

En medio de ese clima, se ubica el pensamiento de Platón. Aunque, como veremos, este filósofo tuvo sus idas y venidas con respecto al concepto de soberanía, al menos en un principio, planteó, rompiendo con la tradición griega, que el poder supremo no debe residir en la ley sino en el rey.

Esto lo justificó en su obra “El Político”, argumentando que el discurso escrito, por medio del cual se expresa la ley, no puede dar cuenta adecuadamente ni de la evolución de los hechos ni de la diversidad de los casos individuales. El mundo es cambiante y plural, señala Platón, sin embargo, la ley no responde a ello, siendo estática y singular. Debido a esa falencia es que, para este filósofo, la ley no es la mejor candidata ser la depositaria del poder soberano.  

Al carácter estático, es decir, poco flexible, que domina la ley, el filósofo griego le opone la enorme libertad de que gozaría el poder supremo si recayera en las manos de un sólo hombre, de un sólo rey.  En la República ideal imaginada por  Platón, el rey debería ser, por lo tanto, el detentor del poder supremo, por cuanto las decisiones que éste toma se pueden ajustar siempre a las situaciones concretas y a la diversidad que impera en la realidad. Con esa tesitura, Platón se enmarca como uno de los primeros defensores de lo que podríamos catalogar como la “soberanía del monarca”.

No obstante, Platón aclara específicamente que el modelo del rey-soberano sólo es válido para la República ideal. Diferente es la cuestión, nos dice, cuando tratamos con la República real, no ideal. No conviene explayarnos sobre la archiconocida teoría de las ideas de Platón. A los efectos de este trabajo, sólo debemos limitarnos a decir que, según ese modelo, el mundo terrenal es tan sólo una imagen imperfecta, un calco, no del todo fidedigno, del mundo ideal. De ello se sigue inmediatamente que lo que vale para uno, para el mundo “original”, no tiene por qué valer en el otro, en el mundo “copia”. Por lo tanto, si admitimos que el hombre se encuentra anclado en el mundo imperfecto, entonces, la argumentación a favor de la soberanía del rey se derrumba, en tanto sólo era aplicable en el marco de la República ideal. De esa suerte, Platón se ve en la necesidad de fundamentar nuevamente el poder supremo, esta vez pensando en la realidad del mundo terrenal. En ese camino, vuelve por el fuero de la antigua tradición griega, defendiendo la soberanía de la ley.

Platón señala que como la realidad humana es, por naturaleza, imperfecta, no podrá existir nunca un rey perfecto, como el que se plantea en una República ideal. En una inversión argumentativa, el filósofo nos dice ahora que, aún con todos sus defectos, la soberanía de la ley es preferible en el mundo humano que el gobierno monopólico de un rey imperfecto. Para Platón, entonces, la cuestión es sencilla. En su esquema, la ley es con respecto a la República imperfecta, como el rey es con respecto a la República ideal: la mejor opción posible.

Afianzándose aún más en la tradición griega de veneración de la ley, el filósofo enuncia que la fuente de la ley debe ser la recta razón, que es la que contiene los preceptos generales de la justicia. Con esa afirmación, Platón iniciará una larga tradición del pensamiento político occidental, indiscutida hasta la modernidad, que concebirá al soberano, sea la ley o sea un rey, como sujeto a ciertos teoremas de la razón o de la Naturaleza.
                                                                                                                                             
Pero en Grecia no fue Platón el único que trató el tema de la soberanía. Por su lado, Aristóteles también le dedicará un espacio, no menor, a esa idea. Aunque mantendrá ciertos puntos en común con su mentor, en términos generales, podemos decir que el estagirita habrá de adoptar una nueva perspectiva.

Quien se acerque a los capítulos VI, VIII y VIII del Libro Tercero de su afamada obra, “La Política”, notará que el tratamiento de la soberanía que en ellos se hace es bastante difuso, ambiguo, cuando no abiertamente inconsistente.

La preocupación que más inquieta a Aristóteles, y que constituye el punto de partida de su reflexión en torno a este tema, es dónde radicar el poder supremo. En efecto, independientemente de cuál sea el régimen político que organice a la sociedad, debe haber, comenta el filósofo, un poder supremo, un “kyrion”. Pero ¿dónde radica ése poder o, mejor dicho, dónde, de acuerdo a la justa razón, debería radicar?

A este respecto, apunta el filósofo, existen tres posibilidades: o el poder soberano reposa en una sola figura (monarquía), en pocas (oligarquía) o en muchas (democracia).

Luego de una larga disertación, el filósofo parece resolverse finalmente a favor de la idea de que los muchos ciudadanos deberían detentar la autoridad máxima. Éstos, dice, suelen juzgar mejor el bien común que un sólo o que un grupo reducido de individuos. Reunidos en asamblea, los ciudadanos han dejado de ser los representantes de una corporación, para ser los componentes del conjunto del pueblo. Por lo tanto, deben ser capaces de tomar decisiones en lo que concierne a todos, es decir, en lo que son los asuntos públicos. De esa forma, Aristóteles asimila poder soberano con capacidad de deliberación. De hecho, él mismo señala que lo que define a los ciudadanos es la potestad para tomar parte en la deliberación de los asuntos públicos [1].

Este modelo simple, sin embargo, se complica cuando Aristóteles, seguramente respondiendo a la vieja tradición griega, quiere compatibilizar la idea de la soberanía de los “muchos” con la de la soberanía de la “ley”.  En esta parte, la propuesta aristotélica comienza a flaquear.

En un giro inesperado, Aristóteles arguye que, en lo tocante al problema de dónde radicar la soberanía, son las leyes la mejor opción disponible. Las leyes tienen la ventaja suprema de no conmoverse ante las pasiones que, en un momento dado, pueden doblegar hasta la voluntad más firme. Acotando más la cuestión, señala, junto a Platón, que la soberanía debería reposar en las leyes racionales. Esto es, en las que, en lenguaje aristotélico, significan leyes esencialmente justas, buenas y útiles.

No se puede obviar que Aristóteles es bastante ambiguo en este punto. No sólo no hace referencia alguna de cuáles habrían de ser las leyes “soberanas”, si son las leyes fundamentales del Estado, lo que en el argot moderno llamaríamos “Constitución”, o si son todas las leyes aprobadas por la asamblea o si son ambas. Cuestiones vitales como, por ejemplo, quién decide la racionalidad de las leyes, no tienen ni siquiera un abordaje mínimo. Así, toda la teoría aristotélica de la soberanía, o al menos esta parte sustancial, se estanca en la abstracción y en la imprecisión.

2.- La noción de soberanía en el Imperio romano.-

Tras la batalla de Corinto, en la que Roma sale victoriosa, anexionándose Grecia a su creciente Imperio, la reflexión sobre la soberanía experimentaría una suerte de “meseta” teórica.

Seguramente como producto de que gozó de una supremacía indiscutida por mucho tiempo, el Imperio romano se avocó más a disfrutar del poder soberano que ejercía sobre los territorios conquistados que a definir, de jure, qué era exactamente ése poder del que hacía fruición. Es por eso que, con respecto a este tema, no encontramos en el pensamiento romano más que formas muy básicas e ideas simples.

A propósito, el jurista Georg Jellinek señala que los romanos fueron totalmente ajenos a la idea de soberanía o, al menos, como se la comprende en su sentido moderno. Ello se explica someramente por las siguientes razones.

En primer lugar, como su poder se mantuvo incontestado durante muchísimo tiempo, lo romanos no se vieron en la necesidad de dilucidar cuál era exactamente su differentia specifica. Sin rivales con los cuales medirse, el Imperio romano transcurrió ejerciendo la soberanía sin haberla definido teóricamente con anterioridad. Con ello, la posibilidad de gestar una perspectiva comparada político-jurídica, de la cual emergiera eventualmente alguna teorización vinculada a la soberanía, como sucedió en la Grecia antigua, se truncó por la base misma. [2]

En segundo lugar, en la Roma antigua hubo la ausencia de poderes internos que compitieran con el poder del Estado. Como veremos en su momento, la noción de soberanía experimentó una fuerte pujanza en la Francia del siglo XVII, debido a que se constituyó como el arma con el cual combatir los embates del feudalismo y de las guerras de religión. En el marco de fraccionamiento interno, la soberanía surgió como un poder esencialmente superior al resto de los que se batían en duelo. Esta rígida tensión, entre un conjunto de poderes que no sólo colisionan entre sí, sino que pretenden vencer al del propio Estado, no asomó, en absoluto, en el Imperio romano. El Estado no tuvo que entrar en competencia, al menos no con el grado en que se suscitó en la Francia del siglo XVII, con ningún otro poder endógeno. 

Sin embargo, no por ello se debe de concluir que Roma no cultivó ninguna noción que perfilase la idea de un poder soberano. El Imperio nos ofrece nociones como la de majestas, potestas e imperium que guardan una cierta semejanza con la de soberanía pero que, más que a consolidar una idea clara, apuntan a reforzar, desde el imaginario, la propia fuerza del Imperio, su poder civil y militar. Similar carácter comparten otras nociones como la plenitudo potestatis, majestas potestas, jurisdictio o fórmulas tales como princeps legibus solutus, a las que volveremos, dado el gran apogeo que tuvieron a partir del siglo XIII y al gran aporte que hicieron a la articulación de la soberanía por esos años.

Tal vez una de las frases más arraigadas, y que mejor ilustra cómo pudieron haber entendido los romanos la noción de soberanía, es aquella que señalaba que “la voluntad del príncipe tiene fuerza de ley, puesto que el pueblo le ha transferido a él todo sus derechos y poder.” En esta frase, se puede advertir desde lejos una cierta similitud con las teorías contractualistas del siglo XVII y XVIII que fundarán al soberano sobre la base de una delegación de derechos concedida por los individuos. Esto indica el rol destacado que, posteriormente, cumplirá esta fórmula y, en general, todo el amplio conjunto de conceptos proporcionados por los romanos en la configuración moderna de la idea de soberanía. Sin embargo, ésa configuración no hubiera sido posible sin los aportes doctrinales que proporcionó la Edad Media y que veremos en el próximo número.

 * Licenciado en Estudios Internacionales. 
Depto. de Estudios Internacionales.
FACS - ORT Uruguay

Publicado en la Revista digital LETRAS INTERNACIONALES
Año 5 - Número 120/ Jueves 19 de mayo de 2011
Montevideo - Uruguay


[1] En efecto, […] since citizens are, by definition, those who hold sovereign power in every state, it follows that this power is the deliberative, since citizenship is also defined in terms of sharing in deliberative power.(Johnson, 1985, 338)

[2] Bien dice Jellinek que “[…] el reconocimiento y la afirmación de la soberanía, sería contradecir la política romana, la cual gustosamente otorgaba al pueblo –qui maiestatem populi Romani comiter servant- la apariencia de un Estado independiente.” (http://www.soberania.es/Subpaginas/Concepto/Roma.html)

Comentarios

  1. Estimado Jonathan, ¡no sabes que gusto fue leerte! Me encantó tu artículo... y tengo algunas dudas que me gustaría exponerte, ¿crees que este es el medio correcto?

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