Del soberano maniatado al soberano absoluto


*Por Jonathan Arriola.


1.    La soberanía de Hugo Grocio

En 1625, unos 26 años antes del “Leviathan” de Hobbes, ve la luz “De jure belli ac pacis” una obra escrita por Hugo Grocio, un filósofo y jurista holandés. Si bien el cometido primordial de esa obra era preparar el terreno para la edificación de un “Derecho de gentes”, o lo que hoy conocemos como Derecho internacional, Grocio también esboza allí una concepción de la soberanía que ejercerá un importante influjo en las doctrinas jurídicas del siglo XVII y aún mucho más allá. En muchos aspectos, el eco del pensamiento grociano se deja oír hasta en la actualidad.  

Al igual que Bodino y Hobbes, Grocio es hijo de una época agitada: su vida, al igual que su pensamiento, se desarrollaron en medio de la Guerra de los Treinta años. La particular crueldad, la extensión geográfica así como la prolongación temporal de esta guerra religiosa, no podían menos que dirigir la reflexión de Grocio hacia la impostergable necesidad de elaborar ciertos mecanismos jurídicos capaces de evitar un nuevo entuerto bélico de este tipo o, en su defecto, y en caso de no ser posible, de reducir al mínimo sus consecuencias en términos de vidas humanas y de destrozos materiales. Por ese trasfondo, “De jure belli ac pacis” debe leerse, ante todo, como una obra que trata de proveer grandes parámetros jurídicos para regular el uso de la guerra entre Estados. Vale decir, Grocio, siguiendo el legado de de Vitoria y de Suárez, buscó establecer ciertas normas internacionales que sirvan de criterio –y esto debe subrayarse- universalmente válido a la hora de echar mano a la guerra.

Cuando se habla de normas internacionales está claro que se presupone la existencia de unidades políticas independientes, esto es, de lo que se conoce como Estados nacionales. “De jure belli ac pacis” se sitúa precisamente en el marco temporal en el que, replegado el papado y robustecidas las monarquías, se asiste a una, cada vez más fuerte, consolidación de los Estados-nacionales. De allí que la idea de soberanía, en tanto soporte del Estado-nación, cobre un lugar de importancia en su trabajo. En efecto, ya en la primera parte de su obra, Grocio señala que si se ha de responder por la guerra, se debe primero saber qué es el Estado, qué es el poder soberano, cuáles son sus atributos fundamentales, sus derechos y sus obligaciones para con el ámbito internacional. De esa forma, “De jure belli ac pacis”, habiendo partiendo inicialmente de una preocupación por el tema de la guerra, se embarca en una reflexión general sobre qué es el Derecho en general y qué es el poder soberano.

Para entender a Grocio debe tenerse en cuenta que toda su disertación se mueve en las coordenadas del iusnaturalismo o, de lo que es lo mismo, del Derecho natural. Con Aristóteles, Grocio postulará que en el hombre existe un instinto natural/racional 1) de buscar su propia auto-conservación y 2) de agruparse y generar comunidades más amplias. En el fondo imitando el innatismo de Descartes y su lógica deductiva, Grocio dirá que ése instinto, definido apriorísticamente por él, constituye el núcleo duro del Derecho natural. Esto quiere decir lisa y llanamente que, para Grocio, todo aquello que arremeta contra el impulso natural hacia la auto-conservación o hacia la conformación de comunidades, es contrario a la naturaleza, inmoral y, por lo tanto, ilegal. Toda la teoría de la legalidad grociana descansa sobre ese humilde postulado. Pero lo que se debe remarcar aquí es que este simple principio es, porque derivado de la razón natural y ésta del mismísimo Dios, eterno, inmutable, universal y objetivo. En la medida en que se apoya sobre dicho principio, todo el Derecho natural, del que se deriva a su vez el “Derecho de gentes”, será también portador de las mismas características. Esto lleva a la conclusión de que la regulación de los Estados ya ha sido pautada de antemano por las normas de un Derecho natural que, en tanto que eterno, es muy anterior a la existencia de éstos.  

Habiendo explanado el cuadro general en el que se desenvuelve su doctrina, es oportuno volcarnos, ahora sí, al estudio de su idea de la soberanía. En un primer vistazo, su teoría de la soberanía no parece diferir demasiado con la Bodino o la de Hobbes. Haciéndose camino en la misma dirección que éstos, Grocio sostiene que el poder soberano es el máximo poder del Estado y aquel cuyas acciones no están sujetas a ningún otro poder sea foráneo o doméstico. También señala al soberano como el ente que detenta el monopolio de la legislación dentro de un determinado ámbito territorial y, como Bodino y Hobbes, lo declara eximido de la aplicación de esa legislación al concebir que nadie puede someterse a las normas que él mismo crea.

Sin embargo, la teoría grociana adquiere rasgos propios, distanciándose de la de otros autores, cuando entra en escena el Derecho natural, cuyos contornos generales acabamos de esbozar. En la obra de Grocio, el Estado no aparece ni como una entidad natural, como imaginó Bodino, ni como una entidad artificial, como propondrá Hobbes, sino como una que comporta ambos elementos. Y ello precisamente porque para Grocio el Estado es a la vez un producto del antes enunciado principio natural de asociación, base del Derecho natural, según el cual los individuos tienden a agruparse y a constituir la sociedad, y el resultado de un artificio que se cristaliza en la firma de un pacto o de un contrato efectuado entre quien ha de ejercer las funciones propias del Estado, es decir, el soberano y quien ha de ser gobernado, esto es, el pueblo. En ese contrato, es donde se establecen, nada menos, que las modalidades de relacionamiento entre ambos, las que pueden diferir de Estado a Estado.

Ahora bien, si tomamos en cuenta que, como dijimos, el Derecho natural es eterno, y por tanto anterior a toda construcción humana, se deduce entonces que el Estado/soberano, que nace del artificio del contrato, nace en un ámbito en donde ya están operando las normas eternas de la Naturaleza. Así Grocio argumenta que el poder del soberano, desde el momento mismo en que es concebido, se encuentra acotado por los teoremas del Derecho natural. El orden jurídico no nace, como en Hobbes, con el soberanos, sino que le es “dado” por las normas del Derecho natural que lo anteceden. Para ser válida, la legislación del soberano grociano debe limitarse a plasmar esas leyes eternas o, a lo sumo, a no transgredir lo que éstas han expresamente prohibido: esto es, lo que vaya en contra del principio de auto-conservación y de asociación. Como es la ley natural la que obliga a respetar los contratos y como el soberano surge precisamente a partir de uno de ellos, se puede decir que su propia existencia pende del Derecho natural. Si no existiera la ley natural, el pueblo podría negar el contrato y levantarse en rebelión contra el soberano.

Dijimos que todas las acciones que el soberano emprenda deben contar con la aquiescencia del Derecho natural, porque de lo contrario no sería válidas. Pero Grocio no se queda allí. Va más lejos y señala que si el soberano decide atropellar alguna de las normas naturales, le serán automáticamente cancelados todos los derechos que por su condición de soberano le son otorgados por el mismo Derecho natural que agrede. En efecto, todos los principios que caracterizan a la soberanía, como son la auto-determinación, la independencia, la no intervención en los asuntos internos o incluso la posibilidad de la guerra, son derechos que el Derecho natural extiende al soberano y que, de la misma manera que se los otorga, eventualmente puede quitárselos.

Lo anterior es fundamental y tiene efectos cualitativos. En el ámbito internacional, por ejemplo, se traduce de la siguiente forma. Si un Estado comete actos anti-naturales, como puede ser un genocidio dirigido contra su propio pueblo, tal y como dijimos, para Grocio pierde inmediatamente su calidad de soberano y, con ello, todos los derechos inherentes a tal condición. De ese modo, y como el derecho a no intervención, por ejemplo, deja de estar vigente, se habilita a los otros soberanos a intervenir en sus asuntos o si fuera necesario a emprender una guerra justa a fin de detener la masacre que el soberano transgresor está llevando a cabo. Esto demuestra hasta qué punto el Derecho natural en el planteamiento de Grocio es superior al soberano. Se le reconoce plenos derechos para actuar pero esa actuación debe ser ejercida dentro de un marco que, si es infringido, puede volvérsele absolutamente en contra.

Aunque Grocio ya había fallecido para cuando se firmaron los Tratados de Westphalia de 1648, que marcan el inicio del sistema internacional moderno, su obra será sistemáticamente utilizada como respaldo doctrinario para las prácticas jurídicas del sistema de normas internacionales que verían la luz por entonces.

2.    Hacia una nueva forma de entender la soberanía

La teoría de la soberano grociana será tenida como referencia durante el siglo XVII así como también durante el siglo XVIII. En parte, esa larga vida se debe a los diversos comentarios y estudios que se hicieron de su pensamiento jurídico, en especial, en Alemania. Efectivamente, la obra de Grocio aseguraría su supervivencia durante el siglo XVII gracias al alemán Samuel von Pufendorf y ganaría trascendencia, ya para el siglo XVIII, a través del trabajo de Emmerich de Vattel, quien reformularía varios de los principios grocianos sobre la base del legado de eminencias filosóficas como fueron Wolff y Leibniz.

A partir de Grocio y hasta el siglo XVIII, entonces, y más allá de los acentos y de la impronta particular que cada autor le pudo dar, la teoría de la soberanía estaría ligada siempre a la doctrina del Derecho natural. Cuando, por diversas razones, el Derecho natural entre en crisis para finales del siglo XVIII, la teoría de la soberanía que sobre ella se había edificado también experimentará un rápido ocaso. Sería el tiempo de la emergencia de un nuevo tipo de teoría de la soberanía que se vincularía con la doctrina filosófica que empezaría a estar en boga para principios del siglo XIX: el historicismo.

Es en Hegel en donde podemos ver sintetizado todo ese proceso. Efectivamente, en él convergen, por un lado, el agotamiento del iusnaturalismo moderno y, por otro, el amanecer del historicismo que, de la mano de autores como Gustav von Hugo y Karl von Savigny, constituirá la brújula epistemológica de los estudios jurídicos durante el siglo XIX, especialmente en el país germano.

Aunque es verdad que fue Hegel quien, reafirmándose en la estela filosófica dejada por un Giambattista Vico y un Johann Herder, inaugura el historicismo, este prusiano no experimenta ésa nueva filosofía como una ruptura radical con el iusnaturalismo. De hecho, la vive más bien como su superación. Lo que sucede es que Hegel ve varios desperfectos en el modelo iusnaturalista seguido, entre otros, por Grocio. Su admonición contra ése modelo suena del siguiente modo: el iusnaturalismo ha caído, una y otra vez, en el error de salir a buscar verdades eternas y así ha perdido de vista que la verdadera naturaleza de las cosas, que su esencia más íntima, no yace en el reino de la eternidad sino en el de la historia. El hombre no tiene una naturaleza estática, como pueden ser el instinto de auto-conservación o de asociación. En realidad, para Hegel, y para el historicismo en general, la naturaleza humana es modelada por la historia. Así se rompe con el monismo iusnaturalista: el hombre puede tener tantas naturalezas como historias posibles. El Derecho natural no debe abandonar por eso el estudio de la naturaleza humana: debe cambiar de enfoque. Según Hegel y sus numerosos discípulos, el nuevo Derecho natural de signo historicista debe avocarse a captar la naturaleza del hombre a partir de sus determinaciones históricas, no a partir de presuntas verdades eternas.

Como para Hegel el hombre, en tanto que individuo, no puede realizarse sino en comunidad, su historicismo –y en general, el historicismo- procederá a rehabilitar la visión organicista de la sociedad contra la cual habían aunado voces ilustrados y liberales durante los siglos XVII y XVIII.

En este marco filosófico, la teoría de la soberanía tomará un nuevo cariz y un nuevo impulso. El soberano aparece ahora, no como un artificio deliberado, confeccionado por los individuos, sino como un organismo (Bluntschli) que ostenta una personalidad única e irrepetible, que ha sido tallado minuciosamente por la mano de la historia. Nación –Volk en alemán-, Estado y soberano comienza a confundirse sino a fundirse literalmente en una misma y la misma entidad. Y la nación, tal y como es concebida por el historicismo, no es, como había predicado el liberalismo, una convergencia fortuita de individuos, que coinciden en un mismo espacio geográfico y temporal, sino una unión espiritual, que trasciende la suma de las partes, forjada por la historia y soldada por el fuego sagrado de la lengua, la cultura, la religión, la literatura y el derecho. Esas características peculiares hacen de cada nación un baluarte único, que es, desde el punto de vista moral, político y jurídico, autosuficiente. En su versión más extrema, el movimiento historicista aduce que la nación es una suerte de domo hermético, que se rige por sus propias leyes y verdades.

Por supuesto que todo esto tiene enormes consecuencias en la esfera internacional. El sueño grociano de levantar un sistema de normas internacionales sobre la base de ciertas verdades eternas y universales, se cancela por la base misma al afirmarse de que cada nación se da a sí misma sus propias verdades según su desarrollo histórico. Si cada soberano es un “por-y-para-sí”, esto es, una totalidad -totalität según Hegel y naturganzes según Savigny-, entonces, debe declararse imposible la tarea de establecer entre ellos ciertos parámetros universales que permitan regular su interacción. Todos los parámetros, así como todas las verdades, han quedado subsumidos por la fuerza de la historia y por el espíritu peculiar que anima a cada nación y, por ende, a cada soberano. La moral y el derecho no son, como habían creído, de forma ingenua al juicio de los historicistas, los iusnaturalistas del siglo XVII y XVIII, elementos que se puedan forjar en un espacio superior a los soberanos. La moral y el derecho son desarrollos que alcanzan su realización última y objetiva dentro de cada nación, dentro de cada configuración soberana. Nada por encima de ellos, ninguna Liga de naciones, le reprocha Hegel en su “Filosofía del Derecho” a Kant, puede ser construida sobre el suelo de estas entidades que son los Estados soberanos. Se sentencia así que la decisión soberana es superior a cualquier construcción colectiva.  

Llevada al extremo, esta visión culmina con disolver la idea misma de comunidad internacional. Reafirmada una soberanía absoluta, en lugar de tener una comunidad, un espacio compartido, tenemos un aglomerado de feudos histórico-culturales cuya relación con el otro se reduce a una dicotomía tan sencilla como peligrosa: la amistad o a la enemistad (Carl Schmitt). El objetivismo acendrado de la teoría de Grocio y sus sucesores iusnaturalistas se da de narices contra el subjetivismo soberanista del historicismo que niega toda posibilidad de cimentar un sistema internacional común a todos los pueblos por considerarlo un atentado general contra lo que considera fundamental en la soberanía: su libertad. El Derecho internacional deja de ser concebido como un sistema que impone derechos y deberes, para pasar a ser visto como uno cuyo cometido es, paradójicamente, garantizar la libertad absoluta de unos soberanos, y valga la redundancia, absolutos.

Las reivindicaciones ultra-soberanistas que este tipo de teorías generarían durante el siglo XIX y, sobre todo, durante principios del siglo XX, justificarían el imperialismo, servirían para entorpecer la creación de organismos supra-nacionales y conducirían a la aceptación generalizada de la guerra como un derecho soberano que, en tanto que tal, puede ser utilizado cuando se crea pertinente. Una pléyade de juristas y filósofos, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, alzarán sus voces contra la concepción absolutista de la soberanía. Entre los más destacados se encuentran León Duguit, Harold Laski y Hans Kelsen; éste último, de influencia fundamental en la configuración de la ONU, defenderá a capa y espada la idea de un Derecho internacional y, en esa defensa, se equipará con el arsenal teórico del kantianismo y del positivismo y propondrá sustituir la soberanía estatal, a la que considera nefasta y anti-cosmopolita, por la del Derecho internacional. Lo que veremos más en detalle en el próximo número.

*Licenciado en Estudios Internacionales. 
Depto. de Estudios Internacionales
 FACS - ORT Uruguay

Publicado en la Revista digital LETRAS INTERNACIONALES
Año 5 - Número 128/ Jueves 14 de julio de 2011
Montevideo - Uruguay




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