La teoría de la soberanía en la Edad Media


*Por Jonathan Arriola.
                                                         

Tras largos siglos de impasse teórica, el concepto de soberanía se reiniciaría en la Edad Media. Sabido es que la Edad Media fue un período consagrado casi que por entero al logro de la trascendentalidad, a la meditación religiosa, al cultivo cuidadoso de la fe, a la búsqueda de una estrecha relación con Dios. De un contexto así, de exuberante espiritualidad, sería natural esperar que un concepto político-jurídico tan ligado al “aquí”, a las “cosas de este mundo”, como el de soberanía, no tuviera cabida alguna. Sin embargo, eso no es para nada correcto. Contra todo pronóstico apresurado, la Edad Media, aún moviéndose dentro del rígido código religioso que la caracterizó, resultó ser un período particularmente fértil para el desarrollo de la noción de soberanía. Una serie de factores son los que explican esa peculiaridad.

Para finales de siglo XI, asistimos a una gran recuperación del Derecho romano. En el artículo anterior, señalamos que los romanos no habían logrado articular ninguna teoría de la soberanía, sino que tan sólo se habían limitado a elaborar una serie miríada de conceptos que evocaban, de manera indirecta, la idea de un poder soberano. Con el renacimiento medieval del Derecho romano, todos esos conceptos irrumpirán en la escena medieval, tomando parte activa en la conformación de la realidad jurídica y política de la época. Viejas nociones romanas, como la de “potestas” o la de “iurisdictio”, fueron traídas a colación para subsanar un grupo de problemas jurídicos que no habían alcanzado solución hasta entonces. Las fórmulas romanas pasaron así a ocupar un lugar importante en la discusión jurídica medioeval.

En gran parte por el influjo aristotélico, durante la Edad Media los estudios jurídicos se habían avocado esencialmente a dilucidar el funcionamiento de la que se entendía era la unidad político-jurídica por excelencia: la “civitas” (la ciudad). Para la jurídica medieval, entonces, la “civitas” aparecía como una entidad jurídicamente hermética. Aún así igualmente existía una pregunta por la soberanía pero ésta reenviaba al problema de quién ostentaba el poder máximo dentro de los estrechos límites de la ciudad. Sin embargo, con la resurrección del Derecho romano, el talante de la pregunta cambió. Se trataba ahora de dar cuenta de quién es el que detenta el poder supremo por encima de la “civitas”, lo que equivalía a investigar quién era el mismísimo punto cúspide del ordenamiento jurídico o de lo que los romanos llamaban “iurisdictio”. Dado el lugar de preeminencia que ostentaban cada uno, surgieron dos contendientes naturales: el Papa y el Emperador.

Comienza así una larga disputa que tendrá en vilo a Europa por largo tiempo y que se enconará, sobre todo, a partir del ascenso de la casa de los Hohestaufen al trono Imperial en el siglo XII. La duración e intensidad del enfrentamiento sólo es explicable si se atiende al inmenso valor de lo que estaba en juego. Al pugnar por el vértice de la “iurisdictio”, el Papa y el Emperador, se disputaban, nada menos, que el monopolio judicial y legislativo a ejercerse dentro de las fronteras de la “Res publica christiana”. Ése monopolio era lo que los romanos habían sintetizado bajo el concepto de “plenitudo potestatis”, que otorga a quien lo posee el máximo poder desde el punto de vista jurídico-político; siendo, entonces, el antecedente medieval más claro de lo que hoy conocemos como soberanía.

La tesis de la “plenitudo potestatis” fue expuesta en el “Dictatus Papae” de Gregorio VII en el año 1075. De los varios puntos que exhibe el “Dictatus”, el que aquí más interesa destacar es el que señala que el Papa es el señor supremo del mundo, estando por encima, obviamente, de todos los reyes y, por supuesto, de su enemigo primero: el Emperador. Según señalaba la Iglesia, el poder del Papa procedía, nada menos, que de emular la omnipotencia divina, la llamada “suprema et absoluta potestas”.    

La reafirmación del poder papal, como el máximo poder dentro del ordenamiento jurídico-político del Medioevo, será continuada por el Papa Inocencio III que, en su calidad de especialista en Derecho canónico, rectificará el “plenitudo potestatis”. No sólo eso, Inocencio III aducirá que el poder papal es, por naturaleza, ilimitado e independiente de cualquier otra autoridad terrenal; una aseveración que no sólo dio pie a la idea de un poder supremos sino que preparó el terreno para la concepción absolutista del poder soberano. Como habrá de decir, tiempo después, el jurista y teólogo Roberto Belarmino: “Papae est supra ius, contra ius et extra ius”.
                                                    
Esta línea, digamos, “dura” de reivindicación de las potestades papales, no acabaría con Inocencio III. Para principios del siglo XIV, Bonifacio VIII tomaría con ímpetu la posta, aunque sería también quien vería frustrarse para siempre el viejo sueño de Gregorio VII de someter a toda la “Res publica christiana” al dominio inescrutable del papado. En efecto, la lucha papal por consolidar su poder naufragaría pero no a manos del Emperador, como cabría esperarse, sino por obra de la consolidación de las monarquías nacionales. El “Atentado de Agnani”, que significó la captura de Bonifacio VIII por parte de Felipe IV, rey de Francia, será la prueba fehaciente de ello. Sobre todo, dicho episodio, dejará en claro que las insaciables aspiraciones del Papa no se correspondían en nada con el ya, sino en caída libre, arrumbado poder que poseía en los hechos.

Lo importante a subrayar de todo esto, es el hecho de que tanto en su disputa con el Sacro Imperio como con las monarquías nacionales, el papado “reelaboró” y “produjo” nociones que terminarían siendo de capital importancia para el desarrollo de la idea de soberanía.

En efecto, la presentación del poder papal, como un poder “omnímodo”, esculpido a imagen de la imponencia divina, que desconoce cualquier tipo de obstáculos o restricciones más allá de las que se auto-impone, devino en la concepción de la soberanía absoluta que, un tanto irónicamente, al final no habría de servir de base al papado sino a las monarquías que afianzaron su poder a partir de la Reforma luterana. Ello se hace patente en aquellos teóricos defensores de la monarquía de Derecho divino que, para los siglos XVI y XVII, defenderán abiertamente el carácter supra terrenal del poder del Rey y su autonomía con respecto a cualquier forma de control. La concepción de Jacobo I, Rey de Inglaterra, de que “los reyes son la imagen viva de Dios en la tierra”, constituye acaso la expresión más acabada de una visión de la soberanía que se impondría, cada vez con más fuerza, para los siglos XVI y XVII y que hallaría sus orígenes más inmediatos en las reivindicaciones papales, de fuerte propensión absolutista, que acabamos de exponer.  

Sin embargo, el pensamiento de la Edad Media no sólo proveyó de un suelo teórico para la configuración de la soberanía absoluta. También lo hizo para justificar un ejercicio más atemperado, si se quiere más “limitado”, de las potestades soberanas.

Nutriéndose de la doctrina platónico-aristotélica, retocada y profundizada por los estoicos, la cultura jurídica medieval concebiría al soberano, es decir, al “Príncipe”, como sujeto a ciertas reglas de orden “natural”. Si bien se le reconocía a éste el poder de crear legislación, empero, las normas que expedía debían estar en perfecta armonía con el orden que se deduce del cosmos; un orden que, aparte de ser inmanente a la propia Naturaleza, era imaginado por los juristas como “justo”. En otras palabras, el soberano puede gozar de una libertad amplísima, pero a condición de que, cuando la ejerza, lo haga manteniéndose dentro de los estrictos parámetros definidos por la “Lex naturalis”. Tal era la observancia que debía el soberano al orden natural que incluso algunas doctrinas de Derecho natural sostenían que el pueblo tendría derecho a deponer al soberano en caso de que cayera en tiranía, esto es, si violase alguna norma de carácter natural.  De hecho, durante la “edad de oro del papado”, se le reconocía al Papa la potestad de excomulgar a un Príncipe por “razón de pecado” («ratione peccati»). Asimismo, se le atribuía el poder para romper el llamado “juramento de fidelidad”, lo que habilitaba a los súbditos católicos a desobedecer a una autoridad que, por un comportamiento impropio, es considerada “injusta”.

Por otro lado, el Medioevo coadyuvaría también en la gestación de la idea de soberanía popular. Propiciado por el ya mencionado resurgir de la dogmática romana, el Imperio, en su puja con el Máximo Pontífice, reafirmaría la idea de que era una continuación jurídica del viejo Imperio Romano. De esa suerte, pretendía reclamar no sólo los atributos de todos los emperadores romanos anteriores sino también la noción de que la autoridad última del Imperio radicaba solamente en el pueblo romano al que, en cierta medida, pretendía representar.  El dogma de la soberanía popular, tal y como era pretendido por el Imperio, resultaría ser medular en el orden político medieval. En efecto, “[…] from the end of the 13th century it was an axiom of political theory that the justification of all government lay in the voluntary submission of the community ruled.[1]

De ese modo, la Edad Media se presenta como un período en donde no sólo se prepara la idea de soberanía sino que también se adelantan las diferentes formas que habría de tomar conforme avanzó el programa moderno: a saber, la idea de soberanía absoluta, la de soberanía limitada y la de soberanía popular.
La Modernidad no habrá de inventar nada nuevo. Más bien, le imprimirá a esos conceptos un signo distinto al secularizarlos, es decir, al darles manumisión de la autoridad religiosa.

Ejemplos claros de esto nos los proporcionan la obra de Hobbes, Bodino y Locke o Rousseau. El primero, la concepción absolutista de la soberanía adquirirá ropaje secular bajo la obra de Hobbes, la idea de un poder limitado bajo la de Bodino y Locke y la de soberanía popular bajo la de Rousseau.

En los próximos números veremos en detalles el trabajo de quienes inauguran el concepto moderno de soberanía: Juan Bodino y Thomas Hobbes.

*Licenciado en Estudios Internacionales.
Depto. de Estudios Internacionales
 FACS - ORT Uruguay

Publicado en la Revista digital LETRAS INTERNACIONALES
Año 5 - Número 122/ Jueves 2 de junio de 2011
Montevideo - Uruguay



 [1] MERRIAM, C. E. Jr. 2001. History of the Theory of Sovereignty since Rousseau. p. 6. [online] Canada: 
Batoche Books Kitchener. Disponible en Internet: http://ideas.repec.org/b/hay/hetboo/merriam1900.html



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