La guerra como acto irrestricto


*Por Jonathan Arriola.

“A religious community which wages wars against members of others religious communities or engages in other wars is already more than a religious community; it is a political entity.”
Carl Schmitt

En el número anterior dijimos que la teoría de la guerra justa prefería claramente la justicia antes que la paz. Sin embargo, no resulta tan fácil discernir cuál es el primado ético que está en el núcleo teórico del grupo de teorías que postulan a la guerra como acto irrestricto.

Por un lado, esa dificultad radica en que, detrás de esta visión, se escucha todavía un eco maquiavélico y aquel mandamiento realista que ordena separar la moral de la praxis política. En ese sentido, no habría ninguna decisión moral que tomar sino simplemente velar por el interés propio. Por otro lado, una segunda problemática asoma cuando tenemos en cuenta la pluralidad teórica que esta visión nos ofrece. La teoría de la guerra justa es fácilmente identificable como una “escuela” puesto que, más allá de las variaciones de autor en autor, ha mantenido una determinada fisonomía a lo largo del tiempo. En contraste, la visión de la guerra como acto irrestricto expresa una variedad tal que resulta verdaderamente compleja de aprehender. Tan disímil es el panorama que nos presenta este cuerpo teórico, que sólo es posible abarcarlas en una unidad coherente bajo el vago rótulo de “belicistas”. Efectivamente, y pese a las considerables diferencias, lo que todo este disímil grupo de teorías tienen en común es su proclividad hacia la legitimación, no ya de cierto tipo de guerras (como es el caso de la guerra justa) sino, más radicalmente, de todas las guerras.

Lo que sí se puede señalar certeramente es que esta teorización ejerció predominio durante todo el siglo XIX y que tuvo su cúspide durante la primera mitad del XX. En efecto, es en ese medio siglo cuando más fuertemente la visión de la guerra como acto irrestricto toma un cariz nefasto. Hay que recordar, en ese sentido, que esta visión cosechará, nada más ni nada menos, que dos Guerras Mundiales.

Se podría decir que es Maquiavelo con su obra “El Príncipe” quien, tres siglos antes, inaugura esa concepción más belicosa del relacionamiento político.  Es harto conocida la influencia del florentino en la práctica política de los subsiguientes siglos. Podemos decir, que en la praxis operaba Maquiavelo, pero en la teoría siempre se encontraba alguna manera de camuflar la defensa bélica de los intereses realistas de un Estado con algún subterfugio jurídico.  En el siglo XIX, desaparece directamente esa voluntad de mostrar con ropajes idealistas la consecución armada del interés propio. Más aún, en el siglo XIX se vive un clima de virtual “exaltación” de la guerra que es realmente incomparable con el belicismo de otras épocas. Una exaltación que, a su vez, provenía desde distintos ámbitos, tanto de la filosofía y de la política como de la literatura y de la ciencia.

Dado que es imposible transmitir esta complejidad que se señala en unas pocas líneas, me remitiré a dibujar, a grandes trazos, el espíritu general que anima semejante visión.

A nivel de los hechos históricos, podemos decir que son las guerras napoleónicas las que, grosso modo, precipitan la emergencia de un nuevo paradigma sobre la guerra. Son estas guerras las que, de hecho, disparan las filosofías de la historia, es decir, el movimiento historicista. Y será por la vía de la filosofía historicista por donde encontraremos, justamente, los primeros moldes teóricos de esta nueva visión de la guerra.

En efecto, y en la medida en que el historicismo debía justificar, a la luz de un determinado fin absoluto, de una ley natural objetiva e infalible, de los designios de la Providencia o de las puras fuerzas económicas, todos los hechos históricos, también debía encontrar una explicación para ese fenómeno que golpea una y otra vez a la historia, que se enquista permanentemente en el devenir: la guerra. En la historia, nos dirá un historicista, todo, inclusive la guerra, tiene su lugar adecuado: en ella, no hay espacio para el arbitrio, la contingencia o la fugacidad.

Pero la guerra no es un fenómeno más del rico mundo histórico, de ese continuum. Por su rol y por su innegable magnitud, se torna, más bien, en el objeto de estudio privilegiado del historicista: es el acontecimiento en el que más fielmente se refleja el cambio histórico. Las etapas de la historia no se han superado sino a través de la fuerza de los enfrentamientos. Bajo la lupa historicista, la guerra puede ser, y desde una lectura benigna, un mal históricamente necesario o, de manera más contundente, un bien históricamente deseable.  

Tal vez, el ejemplo más emblemático de esta postura sea el de Hegel. “He visto el Espíritu Absoluto a caballo” dijo este filósofo cuando vio pasar a Napoleón por su ventana. Con ello nos quiere decir su guerra revolucionaria, y con los valores que ella encarna, Napoleón se hace virtualmente el portador del Espíritu Absoluto, es decir, de la dinámica que gobierna, para Hegel, todo el devenir histórico.  De ese modo, la dialéctica histórica, el “progreso” se pone en marcha con el tronar de los rifles.

Es también en la obra de Hegel en donde se manifiesta más claramente el fuerte declive de la teoría de la guerra justa. Esto es, para finales del siglo XVIII asistimos a un repliegue del Derecho natural; dogmática jurídica con la que la teoría de la guerra justa se había, hasta entonces, hermanado.

Ya en sus últimas formas, valga aclarar, el Derecho natural comenzaba a ser más permisivo con las potestades del Estado y, a la vez, más flexible con algunos de los postulados de la guerra justa. Por ejemplo, Emmerich de Vattel señalaba que los Estados podían juzgar, de manera soberana, el contenido del Derecho natural. Con ello se los autorizaba tanto a decidir por ellos mismos la gravedad de una ofensa y como a apelar o no al recurso de la fuerza armada. Lo que en Hugo Grocio pertenecía al orden de lo objetivo, de las verdades autoevidentes, en Emmerich de Vattel se comienza a relativizar, se hace interpretación subjetiva y, más aún, se asimila con la libertad soberana

En Hegel esa tendencia se radicaliza. En su obra jurídica no hay  ningún “orden natural” supra-adyacente ni ningún dictamen divino que trasciendan al Estado. En realidad, las normas y el orden jurídico entero son completamente absorbidos por el soberano que es, ahora, la encarnación misma del Derecho. Esta idea devendrá, finalmente, en una reivindicación explícita de la guerra como un derecho estatal. Dicho de otra manera, ya no hay idealidad jurídica a la que haya que adecuar el uso de la guerra, por el contrario, la idealidad jurídica debe adecuarse al uso de la guerra que es ahora parte de la libertad soberana del Estado. Así la guerra se hace cuestión de derechos, de reafirmación soberana.

A propósito, el jurista alemán Helmut Ridder señalaba que “La guerra no sólo sería para ambas partes “un medio de autoayuda permitido desde un punto de vista jurídico-positivo” sino, además, la manifestación de hecho y de voluntad,  típica y ajustada a Derecho, de los Estados soberanos…”[1] Hay, detrás de esta insistencia en la soberanía, una voluntad explícitamente reafirmadora del estado de naturaleza internacional, una reivindicación nostálgica del bellum erga omnes. La fuerza es ahora el Derecho, lo correcto se arbitra con la guerra, con el brazo del soberano. En ese contexto, empezaron a emerger frases demenciales tales como “To declare war is one of the highest acts of sovereignty”[2]

Esta voz reivindicativa de la guerra, que logró permear la concepción jurídica, se hizo oír, en realidad, por todos lados. Quien no recuerda el ya mitológico proverbio del militar prusiano de Carl von Clauswitz en el que señalaba que "La guerra es la continuación de la política por otros medios". También del mundo militar prusiano, el mariscal Helmuth von Moltke señalaba que “La paz eterna es un sueño, ni siquiera un sueño hermoso. La guerra forma parte del orden creado por Dios. En ella se manifiestan las virtudes más nobles del hombre: el valor y la abnegación, el espíritu del deber y el sacrificio de sí mismo. Sin la guerra el mundo se hundiría en el materialismo.” [3] Ya entrando directamente en la apología de la guerra encontramos la obra del filósofo político Joseph de Maistre. Este reaccionario católico, en una de las más desvergonzadas glorificaciones de la guerra, apuntaba barrabasadas tales como que [con la guerra] se cumple ininterrumpidamente…la gran destrucción de los seres vivos. La tierra entera, continuamente empapada de sangre, es una altar donde todo lo que vive debe ser inmolado…hasta la muerte de la muerte…La guerra…es divina.”[4]  

Toda esta conglomeración de exaltaciones belicistas contribuyó a legitimar el imperialismo colonialista. Claro que, a ello hay que sumar el biologismo imperante durante todo el siglo XIX y parte del XX. En efecto, es también por este período por donde empiezan a surgir las teorías organicistas del Estado, aliadas del historicismo. El Estado no es más un artificio construido voluntariamente por los individuos, sino un resultado de fuerzas históricas incontroladas e inconscientes: es un ser vivo cuya salud está constantemente a prueba. La producción se hace el corazón de este nuevo ser vivo que necesita agitar los tentáculos de la guerra para mantenerse en forma. La guerra es la liberación de la fuerza, la válvula de escape de una energía incontenible. Por este mismo período, es que también nacen las concepciones proto-fascistas de la guerra como manifestación de vitalidad, como muestra del vigor de una nación o como medio para ampliar el “Lebensraum”, el espacio vital de un Estado. La guerra se volvía entonces un imperativo moral.

También desde el ámbito de la filosofía política, aparecen teorías que se construyen sobre el zócalo de la guerra. Tal es el caso del alemán Carl Schmitt quien, retornando a Hobbes y afirmándose en la estela dejada por el historicismo,  procede a hacer lo que considera una rehabilitación de lo político. En efecto, lo político, nos dirá, se fundamenta, en última instancia, en la dinámica que permite distinguir amigos de enemigos y, sobre todo, en la posibilidad real de entrar en guerra con ese enemigo definido. Querer abolir la guerra es, por lo tanto, querer abolir la misma política. Bien es verdad, empero, que, y pese a que estuvo involucrado con el nacionalsocialismo, no hay en Schmitt una exaltación patológica de la guerra. Sin embargo, su teoría es inscribible en la lógica belicista del siglo XX por cuanto hace depender el fenómeno de lo político, justamente, de la guerra. La guerra es la precondición indispensable de lo político, una posibilidad que no debe ser restringida.    

De esta manera, la irrupción del historicismo como modalidad de análisis filosófico, el lento pero constante agotamiento de la teoría de la guerra justa, el declive del Derecho natural, la reedición del maquiavelismo y del realismo político junto con la influencia del biologismo en la reflexión jurídico-política se engarzaron con la revuelta romántica, con el industrialismo y con el imperialismo para dar cabida a un torrente desenfrenado, a una concepción primordialmente belicista de la guerra. Los ribetes nefastos que esta concepción tomaría, fundamentalmente, para principios del siglo XX, marcarían su propio agotamiento histórico. Recogiendo la frescura de la traumática experiencia dejada por el belicismo, el pacifismo jurídico irrumpe no ya como una mera alternativa, como una opción a la que se puede echar mano cuando los cañones quieran descansar, sino, más dramáticamente, como la única salida posible, como el único puente fiable. Del estudio del pacifismo, entonces, nos encargaremos en el próximo número.

* Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales.
Depto. de Estudios Internacionales.
FACS - ORT Uruguay

Publicado en la Revista digital LETRAS INTERNACIONALES
Año 4 - Número 107/ Jueves 14 de octubre de 2010
Montevideo - Uruguay

[1] RIDDER, Helmut. 1955. La guerra y el derecho de guerra en el derecho internacional y –en la doctrina internacionalista, p. 41.

[2] Ibídem 

[3] RIDDER, Helmut. op. cit., p. 42.

[4]  BOBBIO, Norberto, “Los problemas de la guerra y las vías de la paz”, Ed. Gedisa, Barcelona, 2000, p.63.

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