La guerra como acto justo


*Por Jonathan Arriola.

 “From the law of nature then which may also be called the law of nations,
it is evident that all kinds of war are not to be condemned”
            Hugo Grocio
                                           
Desde la caída de las torres gemelas, de la invasión de Afganistán y de la subsiguiente guerra de Irak, el tema de la guerra ha vuelto a irrumpir en el escenario internacional. Mucho se discute sobre la legalidad o no de esas guerras y sobre su conveniencia o no desde la óptica más política. Pero la pertinencia o no de una determinada guerra no sólo se puede juzgar, desde el punto de vista legal o político. También puede hacérselo desde una perspectiva ética. Eso es, muy apretadamente, lo que propone la teoría de la guerra justa al intentar dilucidar cuándo una guerra es moralmente justificable y cuándo no. No obstante, y si bien esta teoría se mueve primordialmente en el campo ético, vale decir que ha tenido, desde siempre, una clarísima vocación jurídica y política: más drásticamente, dicha aspiración es la razón misma de su militancia.

Breve historia de la teoría

Si bien existen ciertos rudimentos de la teoría de la guerra justa en la Antigüedad (concretamente en la obra de Aristóteles) podemos decir que la misma surge muy tempranamente en la Edad Media, como producto de la síntesis entre la tradición romana y la cultura cristiana. El que hace esa operación, es en el siglo IV, San Agustín quien, negando el rotundo pacifismo que profesaba el cristianismo primitivo, señaló que la guerra era permisible si era justa. Sería Santo Tomás de Aquino quien se haría del legado de la teoría agustiniana de la guerra justa. Este teólogo aclaró ciertos puntos de la misma y la actualizó, convirtiéndose así en el precursor de lo que sería posteriormente la teoría de la guerra justa moderna. En efecto, la Modernidad habría de re-trabajar los principios heredados de la filosofía escolástica de los siglos XV y XVI y, a través del método racional, presentaría una nueva doctrina para el siglo XVII, esta vez, con ropaje secular. Las piezas claves en esa transición fueron Hugo Grocio, Samuel Puffendorf y Christian Wolff. Sin embargo, la doctrina sufriría un contundente impasse para el siglo XIX como producto del auge de las teorías belicistas. Sería la Primera Guerra Mundial la que le daría a la teoría de la guerra justa una nueva oportunidad para reflorecer; y así fue. No obstante, esa reaparición sería bastante breve y luego de la Segunda Guerra, la bellum justum quedaría otra vez eclipsada, esta vez, no por teorías belicistas sino por doctrinas pacifistas. Recién en las últimas décadas, la guerra justa ha experimentado un nuevo renacer, propiciado tanto por la aparición de una nueva “camada” de autores que abogan por ella (los casos de John Rawls y de Michael Walzer son los más importantes) como por las recientes conflagraciones bélicas, ya mencionadas. Algunos de los principios que se presentarán a continuación provienen de esa teorización contemporánea.
 
¿Qué es la guerra justa?

En un primer acercamiento, y retomando lo que decíamos en la entrega pasada, la teoría de la guerra justa es una especie de “limbo” que equidista de la idealidad del pacifismo más utópico como de la crudeza del realismo más maquiavélico. Como reza, al inicio de este artículo, el párrafo de Hugo Grocio, para esta concepción no todas las guerras deben ser condenadas de antemano, digamos, a priori.  En principio, la guerra no es muy distinta de cualquier otro acto humano pasible de juicio moral. Por ello, hay que tener en cuenta tanto el contexto y las situaciones en las que se enmarca una guerra así como también los fines, las motivaciones y los deseos que le dan impulso. En realidad, el esfuerzo de esta escuela, y es allí donde radica la originalidad y donde se muestra la personalidad particular de cada autor, está dirigido a establecer ciertos criterios abstractos y simples que permitan distinguir fácilmente a una guerra justa de una injusta.

Pero, ¿cuáles son esos criterios? Los criterios se pueden dividir en tres subgrupos que, aunque experimentan variaciones dependiendo del autor, constituyen el núcleo duro de la teoría. Por un lado, tenemos el ius ad bellum, es decir, los criterios que regulan el derecho a recurrir a la guerra. Por otro, está el ius in bello, que regula el desarrollo de la guerra. Y, por último, el ius post bellum, que regula todo lo que tiene que ver con el final de la guerra. Para que una guerra sea completamente justa debe cumplir con esos tres grupos de criterios. Aún cuando una guerra cumpla perfectamente con el ius ad bellum, puede suceder que ésta sea injusta sino respeta las demás disposiciones del ius in bello y el ius post bellum.

El ius ad bellum nos señala que el Estado puede apelar a la guerra sólo cuando tiene ciertas razones para hacerlo, estos es, cuando cuenta con causa justas (iusta causa). Entre las más importantes iustae causae se encuentran la legítima defensa externa, la defensa de otros que están siendo agredidos, el castigo por algún agravio (sea cometido a un Estado en particular o a la Comunidad Internacional toda), la protección de inocentes de regímenes infames, etc. Además, la causa justa debe ser siempre complementada con una apropiada intención. Es decir, el deseo de expansión territorial, de venganza, etc. no deben ser los que enciendan la guerra, aún cuando se tenga una causa justa para comenzarla. Por otro lado, esta teoría sostiene que la guerra debe ser declarada por una autoridad legítima y dada a conocer públicamente. Además, señala esta teoría, no sólo será el último recurso a utilizar (es decir que se debieron haber agotado antes todas las demás vías pacíficas) sino que también debe tener una amplía posibilidad de éxito: ¿para qué comenzar una guerra que se sabe que fracasará? ¿cuál es el sentido de aumentar las pérdidas cuando seguro se perderá? En este punto, como en el de proporcionalidad (que postula que la guerra debe corresponder con un acto igualmente importante),  se nota claramente que el acento de esta teoría está puesto en alcanzar, efectivamente, la justicia. Si se tiene la certeza de que no se logrará, entonces, la guerra es un recurso fútil: es mejor dejar las cosas como están.

En ese sentido, la bellum justum puede ser concebida (y en la medida en que esta teoría se vuelve imperativo jurídico) como una suerte de mecanismo legal que permite la realización del Derecho, esto es, la restauración de la justicia en el ámbito internacional: el Derecho es el fin, la guerra el medio. La injusticia es la enfermedad, la guerra justa es el amargo remedio que le pone fin. De ese modo, la guerra es equiparable, como dice Bobbio, con un procedimiento judicial que, en ausencia de una entidad supranacional reguladora, el Estado está habilitado a poner en marcha siempre que cumpla con las normas de ius ad bellum y esté dispuesto a respetar el ius in bello y el ius post bellum. Así, el Derecho Internacional no es sólo un Derecho de paz (jure pacis) sino también un Derecho de guerra (jure belli). Éste convive con la institución de la guerra: no se trata, pues, de prohibirla cuanto de regularla, de circunscribirla a un puñado de casos.  

Como señaláramos, la teoría de la guerra justa también prescribe ciertas normas para asegurar que el desarrollo de la guerra sea justo, el ius in bello. Muy someramente, se puede decir que éstos son la no utilización de armamento prohibido (armas nucleares, biológicas, etc.), el respeto por la  población civil, la  prohibición de efectuar represalias, etc.

Resta por ver, entonces, el ius post bellum. Por un lado, éste exige que los tratados de paz que concluyen a la guerra sean razonables a fin de evitar que pueda germinar cualquier sentimiento de venganza. Por otro lado, el acuerdo debe satisfacer, es decir, reparar a la parte que fue transgredida y que disparó la guerra.

¿Paz o Justicia?

Como se dijo al inicio de este artículo, la teoría de la guerra justa tiene un claro soporte ético. Éste se deja traslucir cuando advertimos que, en el fondo de la cuestión, lo que se discute es una elección entre dos valores distintos: la justicia o la paz. Es claro que la teoría que se presentó prefiere la justicia antes que la paz o, dicho de otra manera, opta siempre por una guerra justa que por una paz injusta.

Esa aporía ética, que significa tener que decidir entre justicia o paz, era tal vez mucho más fácil de resolver en los tiempos de Grocio (y de ahí la relativa predominancia de la teoría en los siglos XVII y XVIII), cuando los enfrentamientos bélicos no lograban amenazar con tragarse a la civilización entera. De allí que se eligiera la justicia en lugar de la paz. Pero a medida que la técnica moderna permitía el avance, cada vez más acelerado, de los armamentos y conforme el uso de la razón se volvía cada vez más instrumental, poniéndose así al servicio de la estrategia militar, la elección entre justicia o paz se hacía muchos menos evidente.

La Primera Guerra Mundial significó el punto cúspide de esa difícil cuestión. Sin embargo, fue recién la Segunda Guerra Mundial la que finalmente decantó del lado de la paz: y cómo no hacerlo luego de Hiroshima y Nagasaki. En efecto, con el estallido de las bombas atómicas, se movieron los cimientos mismos de la teoría de la guerra justa: ¿es posible hacer justicia con un arma tan destructora? ¿en qué quedan la reparación y la proporcionalidad cuando la devastación absoluta es la consigna de este nuevo artefacto? Más aún, ¿no se pone en entredicho los mismísimos fundamentos de la guerra con semejante artilugio? Si la esencia de la guerra es la derrota del enemigo: ¿Quién gana y quién pierde en una guerra nuclear cuando el resultado final es la destrucción mutua? La única que pierde parece ser la humanidad toda. La cuestión ya no era más paz o justicia, ahora era mucho más simple: ¿paz o muerte? En esa nueva dicotomía justamente se moverá el pacifismo jurídico de la segunda mitad del siglo XX. Puesto que el problema de la destrucción total sigue vigente, sólo es explicable la restauración contemporánea de la teoría de la guerra justa en el marco de una redefinición. De hecho, la idea de que una guerra sería injusta en sí misma si en ella se utilizarán armas biológicas o atómicas, es parte de esa reelaboración que la teoría debió realizar para lograr mantenerse vigente en este siglo XXI.

Pero antes deberíamos preguntarnos cómo fue que se llegó, para el siglo XX, a una situación tal en la que todo parecía debatirse entre la paz o la muerte.  El siglo XIX es el que guarda la respuesta. Las guerras napoleónicas, la reedición del maquiavelismo, la relativización o, peor aún, la reivindicación explícita de la guerra, a veces como una fuerza “divina” a veces como prueba de vitalidad de una nación, culminaron en una visión que estremecería al mundo con dos guerras mundiales: la guerra como acto de reafirmación soberana. La era de la guerra total se abría paso. De esta visión, nos ocuparemos en el siguiente artículo.

* Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales.
Depto. de Estudios Internacionales.
FACS - ORT Uruguay

Publicado en la Revista digital LETRAS INTERNACIONALES
Año 4 - Número 105/ Jueves 30 de setiembre de 2010
Montevideo - Uruguay

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