La segunda naturaleza en la obra de John McDowell


La segunda naturaleza en la obra de John McDowell 

*Por Jonathan Arriola

1. Una aproximación general a “Mente y Mundo” de John McDowell 

a. Las «angustias» epistemológicas de la filosofía

La preocupación del filósofo sudafricano John McDowell está orientada a dilucidar una sola cuestión, que es a la vez simple y compleja: la de cómo justificar el conocimiento científico. Para el autor, la tarea principal de la filosofía consiste en proporcionar un suelo epistemológico firme sobre el cual poder decidir cuándo un juicio, componente central del conocimiento, es verdadero y cuándo no. Con ese cometido, su texto, quizás el más importante, “Mente y Mundo”, publicado en 1994, se apresta a subsanar una de las llamadas “angustias” más importantes que aquejan a la filosofía contemporánea. Esa angustia es la nace de la dicotomía entre la creencia en “lo dado” y la postura “coherentista”, entre la idea de que el mundo empírico, en su desnudez conceptual, puede fundamentar el conocimiento y la idea antagónica de que para conocer es necesario replegarse al ámbito puro y fiable de la razón, de los conceptos a priori y/o de las llamadas “verdades analíticas”. Según optemos por una u otra concepción, las consecuencias para la teoría del conocimiento serán radicalmente diferentes. En efecto, en caso de abrazar la creencia en “lo dado”, entonces, será la llana realidad el tribunal de los juicios de la ciencia, mientras que, en caso contrario, será la consistencia interna del pensamiento la garantía de su validez. 

Es tópico señalar que esta tediosa dicotomía, esta “oscilación”, como la llama McDowell, no es para nada nueva en la historia de la filosofía. Muy al contrario: ha torturado al pensamiento filosófico desde tiempos inmemorables, desde su nacimiento mismo. Es, nada menos, que la lucha encarnizada y sempiterna, reeditada una y otra vez, entre el racionalismo y el empirismo, entre los Platón y los Aristóteles, entre los Descartes y los Locke, entre los Leibniz y los Hume, entre los Fichte y los Compte y, según McDowell, entre los Davidson y los Evans. Toda la complejidad y la heterogeneidad histórica de esa dualidad que traviesa, como un hilo rojo, toda la tradición filosófica, puede resumirse, en definitiva, y de allí el título del texto de McDowell, entre aquellos autores que creen que lo esencial en el conocimiento se encuentra en la “mente” y aquellos que, en contraposición, defienden al “mundo” como su fuente originaria. Ampliamos. 

Por un lado, según Davidson, representante ilustre, junto a Rorty, para McDowell de la corriente coherentista, la experiencia, que es definida en términos de impactos sensoriales externos e involuntarios al sujeto cognoscente, siempre ocurre por fuera del llamado “espacio de los conceptos” o, como Wilfrid Sellars lo bautizase originalmente, del “espacio lógico de las razones”[1]. Esto quiere decir, para ponerlo en términos kantianos, que, para los coherentistas, la facultad de la receptividad, aquella involucrada en la experiencia sensorial, nunca entra en contacto con la espontaneidad, facultad de la libre creación conceptual, puesto que a las dos le son asignadas distintos papeles en la elaboración del conocimiento. Mientras que la primera es la facultad de las intuiciones, esto es, de la recepción pasiva de las impresiones y, por ello, esencialmente a-conceptual, la segunda es la facultad que fabrica los conceptos sobre los que funciona todo conocimiento. Sus jurisdicciones son distintas porque pertenece a dominios distintos. Dada la insalvable distancia ontológica entre ambas facultades, dirán los coherentistas, de lo que se trata es de elegir cuál de estas dos facultades es la más apropiada en la producción de los juicios, ladrillos del conocimiento. 

Los coherentistas como Davidson se inclinan en favor de la espontaneidad. Para ellos, de la experiencia sólo podremos llegar a decir que es “causalmente” relevante para los juicios, pero de ningún modo para justificarlos, esto es, para probar que efectivamente éstos sean verdaderos o falsos. Dicho de otra manera: según la postura coherentista, la experiencia puede servir para mostrar, describiendo su origen causal en el mundo exterior, por qué creo lo que creo y, en ese sentido, decimos que “exculpa”, pero de ninguna manera basta para acreditar la validez epistemológica de lo que creo. Si, con su giro naturalista, Quine había optado por resolver la dicotomía “esquema conceptual”/ “contenido empírico” en favor de una epistemología de corte naturalista, Davidson, con su énfasis fundacionista, opta por el camino contrario, al desechar, sin más, todo “contenido empírico” y quedarse solamente con el “esquema conceptual”. Este modo de pensar es justamente el que lo lleva a decir que “nada puede contar como una razón para sostener una creencia excepto otra creencia” (McDowell, 2003, 52). De lo que se deduce que no pueden haber verdades que no sean inferenciales, pilar fundamental del coherentismo davidsoneano. 

Del otro lado del “ring” filosófico, están los empiristas más crudos, como Gareth Evans. Este autor, como señala McDowell, cree, en ese sentido igual que Davidson, que la percepción en sí misma es a-conceptual. Para mostrarlo, Evans explica, recurriendo a un naturalismo epistemológico, que la experiencia perceptiva se da en el llamado “sistema informativo”, que está compuesto por el conjunto de capacidades naturales que utilizamos a la hora de recabar información del mundo a través de nuestros sentidos. Esas capacidades, en tanto que son “algo que compartimos con los animales” (McDowell, 2003, 96), no están equipadas con ningún tipo de contenido conceptual a priori, pues son meros datos sensoriales que llegan “desde afuera”, esto es, del llamado “espacio de las leyes”; el reino que la ciencia natural describe como funcionando sobre una base netamente mecanicista y causal. 

Sin embargo, Evans rompe radicalmente con Davidson en lo que se refiere al rol de la experiencia en la producción del conocimiento. Para Evans, el contenido conceptual no entra en acción sino cuando el sujeto, en un acto consciente y puramente racional, elabora juicios basados en la experiencia. De modo que, según el autor, el hecho de que la experiencia esté huérfana de cualquier conceptualización y, por ello, se ubique por fuera del espacio lógico de las razones, no es un impedimento para que pueda justificar el conocimiento. Al contrario. Es ese estatuto de “virginidad” conceptual el que justamente habilita, para Evans, a “lo dado” a oficiar de tribunal confiable y justificatorio de nuestras creencias. Ello porque, para los que adhieren a esta tesis, “lo dado” actúa como una suerte de anclaje para el pensamiento, como la “fricción”, para ponerlo en palabras de McDowell, que pone coto al, siempre libre, juego de la espontaneidad. 

El argumento central de “Mente y Mundo” es que ése dualismo, cuasi maniqueo, entre coherentismo y empirismo crudo, y que agobia y perturba a la filosofía, no sólo es insostenible desde el punto de vista teórico sino que también es indeseable por las consecuencias epistemológicas que conlleva. Y es que, según McDowell, si aceptamos la tesis coherentista de que los impactos del mundo externo no tienen valor epistemológico alguno, corremos el riesgo de quedarnos con una espontaneidad que, en principio, y en la medida en que la caracteriza una libertad ilimitada, no tendría ninguna responsabilidad frente a la realidad. Y si, por el contrario, aceptamos la tesis de “lo dado”, caemos en el otro extremo, y lo que haremos, como bien señala Davidson, será simplemente exculpar el conocimiento, señalar sus causas ulteriores, más que justificarlo. Cualquiera de los dos caminos conduce, como dirían los franceses, a un “cul-de-sac”, pues ambos, en la visión de McDowell, parten de supuestos erróneos, que convienen ser revisados.

b. Exorcizando las «angustias» a través de un “empirismo mínimo”

En más de un sentido, la situación de McDowell es muy similar a la que se encontró Kant para finales del siglo XVIII. La tradición racionalista y empirista parecían, empantanadas en sus soliloquios, estar condenadas al enfrentamiento. Sin embargo, con su famoso “giro copernicano”, Kant logró articular un inesperado armisticio. Combinando lo mejor de ambas corrientes, el autor sentenciaba, en un hito fundamental de la historia de la filosofía occidental, que los juicios sintéticos a priori, base de todo conocimiento científico, eran posibles. Del mismo modo, McDowell se ve enfrentado, de un lado, con un coherentismo que rechaza al mundo y, del otro, con un “Mito de lo dado” que, porque opera fuera del “espacio de las razones”, es, por naturaleza, incapaz de justificar las nuestras creencias. De allí que la alquimia que McDowell utilice para resolver estas angustias tenga una raigambre kantiana. En efecto, contra Davidson, McDowell recordará la concepción kantiana de que “los pensamientos sin intuiciones están vacíos” mientras que, contra Evans, y en algún punto contra Quine, McDowell recuperará el adagio de que “las intuiciones sin conceptos son ciegas.”. Dicho de otro modo: para McDowell, sencillamente no puede ser que la receptividad –esto es, las intuiciones-, actúen sin intervención de la espontaneidad –o los conceptos- ni viceversa. 

En un giro epistemológico novedoso, McDowell aduce que la antinomia “dado-coherentismo” es, en realidad, completamente innecesaria. Para el filósofo sudafricano, no es imposible imaginar algún tipo de cooperación entre la receptividad y la espontaneidad, a saber, entre las intuiciones y los conceptos. Siendo más específicos: para McDowell, y esto es esencial, toda experiencia sensorial tiene un contenido conceptual, toda intuición está intervenida de antemano por operaciones de la espontaneidad. 

De ese modo, no es que, como creen Davidson y Evans, entre otros, el espacio de las leyes, en el que se inscriben las intuiciones, y el espacio de las razones, en el que operan los conceptos, sean dos dominios que habiten en montañas separadas. En la versión de McDowell, estos dos reinos, si bien siguen siendo soberanos cada uno en su esfera, mantienen comunicación proactiva con el otro. Esa comunicación está dada porque, según explica el autor, las capacidades conceptuales están siempre activas, es decir, funcionan incluso en la sensibilidad. Esta suerte de intuición conceptual que nos describe McDowell es, en cuanto a su función, similar a la glándula pineal de Descartes: es, para decirlo directamente, el espacio privilegiado en donde se encuentran la res extensa y la res cogitans, el espacio de las leyes, de un lado, y el espacio de las razones, del otro. Dado lo anterior, para McDowell, existe un vínculo, no meramente causal, sino constitutivo, en el más amplio sentido de la palabra, entre la mente y el mundo. 

Por esa vía, ya recorrida, según McDowell, por Kant[2] y Sellars, el autor cumple con su cometido primordial: proporcionar una epistemología que no caiga ni en el “Mito de lo dado”, en la creencia en la existencia de impresiones no conceptuales, ni en un hermetismo conceptual à la Davidson, que niega al mundo todo papel en la justificación del conocimiento. A esta concepción de que la experiencia puede participar en el “espacio de las razones” y constituirse así como el árbitro de las creencias y juicios, McDowell le llama “empirismo mínimo”, antídoto para curar la angustia intuición/concepto que ha tenido a mal traer a la filosofía por largo tiempo. McDowell es así capaz de mantener al mundo como un espacio decisivo y definitorio de validación de nuestros pensamientos. Precisamente, como él mismo señala: 

“El hecho de que la experiencia implique receptividad nos asegura la constricción requerida desde más allá del pensamiento y de los juicios.” (McDowell, 2003, 88)

Pero el mérito de la filosofía de McDowell es que ésa constricción, aún viniendo “desde más allá”, no es meramente causal sino racional. Mientras que el modelo coherentista de Davidson renuncia explícitamente a buscar un constreñimiento externo al pensamiento, la filosofía de McDowell es, al contrario, abiertamente partidaria de apelar a un algo “exterior” al pensamiento, es decir, al mundo, pero cuya experiencia, dado que es conceptual, implica poner en marcha el entramado racional provisto por la espontaneidad. En ese sentido, y al igual que los juicios sintéticos a priori de Kant, los juicios propuestos por McDowell tendrán una doble raíz. Si bien en cada una de las filosofías de los autores la síntesis del conocimiento se da de manera distinta, para los dos, de cualquier manera, el conocimiento se compone, de un lado, de sensaciones, esto es, de los datos que recibimos del exterior, y, del otro, de conceptos o, lo que es lo mismo, de las producciones espontáneas de nuestro entendimiento. 

Claro que esta idea de McDowell de que en toda experiencia intervienen operaciones conceptuales abre la puerta para una objeción clarísima, que, por supuesto, sus detractores han usufructuado recurrentemente: la objeción de haber caído en un idealismo extremo que, por su misma constitución, parece ser radicalmente contrario al empirismo que McDowell dice rescatar. En efecto, si toda experiencia es conceptual, y si la experiencia es provocada por la realidad se impone a través de los sentidos, entonces se sigue de ello que no hay más realidad que la que está dada en el concepto, ergo, en la mente. Y es así que, dirán los críticos de McDowell, si bien logra salvar al mundo como instancia epistemológicamente relevante, lo hace a costa de convertir a la realidad en una entidad absolutamente dependiente de nuestra mente, justamente al contrario de lo que habían creído los empiristas tradicionales. 

Defendiendo su “empirismo mínimo”, y evitando caer, en el extremo opuesto, esto es, en un realismo crudo en donde, “lo real es lo racional y lo racional es lo real”, la contestación de McDowell a la objeción de idealismo absoluto, es la siguiente. Apelando nuevamente a Kant, McDowell señala que toda experiencia tiene un carácter pasivo. Es decir: la experiencia tiene, para el autor, una suerte de “doble composición”. Por un lado, toda está imbuida, como defiende, de carga conceptual pero, por otro, también posee un algo “dado”, que se impone y que, por ello mismo, es radicalmente independiente de toda configuración de la espontaneidad. No obstante, el hecho de que sea independiente de la mente no significa, empero, y he aquí el quid de su “empirismo mínimo”, que el carácter pasivo de la experiencia se encuentre fuera del alcance de nuestras capacidades conceptuales[3]. Es verdad, dice McDowell, que hay algo más allá de lo que pensamos, pero ello no implica que ése “más allá” se encuentre en una esfera fuera del radar conceptual. Para decirlo brevemente: en principio, todo lo que existe, amén de que no esté siendo actualmente pensado, sí es, sin embargo, pensable. 

De esa manera, McDowell se salva de caer tanto en un idealismo absoluto como en un realismo crudo. En el idealismo, porque el autor acepta que la realidad tiene una determinada independencia con respecto a la mente. Y en el realismo porque no cree, en absoluto, que exista una realidad en sí, a la que no podamos tener acceso. En este último caso, decir lo contrario, sería, para McDowell, ceder ante una nueva forma del “Mito de lo Dado”, ante la creencia de que, más allá del pensamiento, persiste una realidad impávida e impoluta de todo contenido conceptual, lo cual rechaza tajantemente. En este punto en particular, no puede dejar de notarse que McDowell se aleja claramente de la propuesta original de Kant. Y es que, para combatir las acusaciones de ser un realista extremo, McDowell ha optado por una solución no kantiana: desconocer la “cosa en sí”, negar la existencia de un “más allá”, de un noúmeno incognoscible por la razón. Para McDowell, como para Hegel, el fenómeno y la experiencia no engañan: conducen siempre a lo real. 

Asegurada la diferencia ontológica entre “mente” y “mundo” y aceptada la idea de que toda intuición se encuentra intervenida por operaciones conceptuales, McDowell, al mejor estilo kantiano, logra, con su “empirismo mínimo”, un aceptable equilibrio epistemológico, que apunta a complacer tanto a tirios como a troyanos, tanto a realistas como idealistas. Este “empirismo mínimo” que propone McDowell puede ser descripto como una especie de “realismo atenuado” dado que, en el fondo, de toda su epistemología está enunciada, a modo de postulado metafísico fundamental, la idea de que el mundo es, aún en su constitución más íntima, tal y como lo pensamos. En efecto, siguiendo de cerca al primer Wittgenstein, hacen referencia a la concepción de que el mundo no es elusivo, de que no hay que “desocultarlo”, como diría Heidegger, a la fuerza. Según McDowell, a través de la experiencia, accedemos a lo real de manera directa. Y es que se da una feliz combinatoria de dos factores: de un lado, el mundo que, en una actitud amistosa, nos informa tal y como es y, del otro, los hombres que, para McDowell, tenemos innatamente una apertura, una openess especial, que nos permite discernir la estructura objetiva de la realidad[4]. 

Ahora bien, frente a la afirmación de McDowell de que toda intuición ya tiene incorporada una matriz conceptual, sería legítimo preguntarse cuál es, en concreto, ése contenido conceptual básico que viene estructurado con la experiencia. Según expone: 

“El que las cosas se nos aparezcan de una cierta manera es ya en sí mismo, según mi tesis, un modo de acción efectiva de nuestras capacidades conceptuales.” (McDowell, 2003, 114) 

De modo que, para McDowell, el hecho de que algo sea así o asá implica, aunque subrepticiamente, la actividad de la espontaneidad. Más aún: para McDowell, presupone además, y como también seguramente aseveraría Sellars, que tengamos una red conceptual desarrollada. Y es allí donde interviene el concepto fundamental de “segunda naturaleza”, que aquí pretenderemos abordar in extenso. 

2. La segunda naturaleza

a. El encomio de las dos naturalezas 

La idea de “segunda naturaleza” que mencionamos más arriba, es otra de las innovaciones conceptuales que McDowell utiliza para sortear el atolladero dado-coherentismo. A diferencia de Davidson, para McDowell, la noción de que existe una diferencia sustantiva entre la “naturaleza empírica” del hombre, esto es, su rudo sustrato animal, y su naturaleza espontánea y conceptual, que lo coloca más allá de la mera animalidad, es la que permite tender un puente, y subsanar así la brecha ontológica, entre el “espacio de las razones” y el “espacio de las leyes”. 

Siguiendo de cerca a Roger Gibson (1995, 279), podemos decir que, para McDowell, existen básicamente dos tipos de inteligibilidad: por un lado, la inteligibilidad que se vincula al espacio de las leyes, que es con la cual trabaja la ciencia moderna, y, por otro, la inteligibilidad que se relaciona con el espacio lógico de las razones y que es esencialmente la del significado. Esta cuestión no es para nada menor, dado que según cómo veamos las relaciones entre estos dos espacios, será cómo concibamos al hombre y su conocimiento. 

Precisamente, si se decide por un “naturalismo crudo”, como el que profesan filósofos contemporáneos, como Milikan y Dennet, entonces el espacio de las razones quedará inevitablemente subsumido al espacio de las leyes. El hombre, dirá McDowell, tiene una sólo naturaleza y ésta no es más que su naturaleza “empírico-animal”. Como consecuencia de ello, y justamente porque se lo concibe como parte de la naturaleza, no habrá más que explicar al hombre y, por lo tanto, a sus producciones, entre ellas, el conocimiento, en términos mecanicistas. La espontaneidad, en este caso, no tiene un rol que jugar puesto que la ciencia, sobre todo a partir de Galileo, ha desechado toda explicación a priori y teleológica del mundo. Con su énfasis en atenerse a la más estricta descripción causal del Ser, la ciencia moderna ha dejado al hombre con una naturaleza “desencantada”, expoliada de significado y sentido y, por lo tanto, de toda normatividad epistemológica. Esta perspectiva piensa al hombre, sin más, como un “ente entre entes”, que se puede explicar perfectamente utilizando categorías tales como las de causa y efecto y sin necesidad de recurrir a conceptos meta-empíricos como el de significado. 

Si vamos al otro extremo epistemológico, y abrazamos un idealismo rampante, entonces, lo que sucederá será precisamente lo contrario. La naturaleza conceptual del hombre prevalecerá sobre su naturaleza empírica y, consecuentemente, la naturaleza aparecerá como “encantada”, llena de significado. Y ello porque el reino de la ley es equiparado con el reino de las razones; un reino que, de acuerdo a lo planteado por Platón, se sitúa más allá de la esfera de lo natural, más allá de cualquier suelo empírico. El significado aparecería así algo que llega desde “afuera” de la naturaleza, desde un presunto orden autónomo y supra-natural. 

Mientras la primera postura supone una reducción de lo humano a lo biológico, evaporando así la intencionalidad, la segunda hace de éste una cuestión metafísica o hasta teológica, colocando al significado más allá del reino de lo natural. McDowell, no obstante, rechaza ambas. En su visión, hay que salir de ése juego, de falsa oposición, “naturaleza empírica” versus “naturaleza conceptual”, que embreta tristemente el pensar y la discusión filosófica. McDowell no concibe a la naturaleza empírica y conceptual como dos categorías mutuamente excluyentes, sino todo lo contrario: en el hombre conviven y participan ambas[5]. De ese modo, el autor está planteando una reformulación radical del concepto de naturaleza. Se puede enunciar, en pocas palabras, ésa reformulación de la siguiente manera: la naturaleza del hombre es una naturaleza que está configurada esencialmente por la espontaneidad y que, por tanto, está abierta al significado y al espacio de las razones, pero que opera en la sensibilidad, en aquello que el hombre tiene de animal. 

Con esa imagen, McDowell nos describe a un hombre que, aunque forma parte del orden natural del Ser, escapa a sus determinaciones más fundamentales. Aunque suene extraño, para McDowell el hombre es y no es parte de la naturaleza. Ahora bien: ¿cómo es posible que eso sea así? ¿cómo justifica este aparente oxímoron? McDowell argumenta que, sin perjuicio de que su propia constitución está, desde el inicio, conformada por las dos naturalezas, cronológicamente hablando, sucede que el hombre funciona al principio sobre la base de su sensibilidad, esto es, de lo que corresponde a su naturaleza empírica. Esta naturaleza empírica nos viene, por así decirlo, “dada”, lo que significa que pertenece a nuestro ser más básico y primitivo. En efecto: 

“[…] no resulta ni siquiera claramente inteligible la suposición de que una criatura pueda habitar desde que nace en el espacio de las razones. Al menos, en el caso de los seres humanos no ocurre así: nacen como meros animales, y se transforman en pensadores y agentes intencionales en el curso de su acceso a la madurez.” (McDowell, 2003, 198) 

Es sobre la primera naturaleza animal que constituye al hombre desde el momento mismo de su nacimiento, que se construye una segunda capa, una “segunda naturaleza”, vinculada al espacio de las razones, que sí es configurada por la espontaneidad. Mientras que la “naturaleza empírica” opera sin que sea necesario desarrollarla, la “segunda naturaleza” requiere ser trabajada para poder desplegarse. De ese modo, y si bien está prefigurada en el hombre, la “segunda naturaleza” es algo que es necesario construir y cultivar desde un exterior: a saber, desde la cultura o, como lo llaman los alemanes, desde la “Bildung”. 

Lo importante a destacar aquí es que la construcción cultural de esta segunda naturaleza, de explícitas reminiscencias aristotélicas, no está pautada de antemano y, por lo tanto, no tiene un destino determinable o predecible, como sucede en el caso de todo aquello que pertenece al reino de la ley. Es decir, no hay nada en la “segunda naturaleza” que se nos dé ab initio, más allá de una estructura básica cuyo despliegue dependerá del desarrollo histórico-cultural. En ese sentido, podemos decir que la “segunda naturaleza” que presenta McDowell es epigenética: aunque innata, sólo logra forjarse plenamente a través de las interacciones sociales que se dan dentro de una comunidad determinada; proceso que no tiene rumbo prefijado a priori sino que se desarrolla históricamente, esto es, a posteriori, y de forma absolutamente libre y espontánea. 

Según lo plantea McDowell en “Mente y Mundo”, el pasaje de la primera a la segunda naturaleza describe el tránsito del espacio de la ley al espacio de las razones. Siendo así, la “Bildung” se convierte, entonces, en la condición necesaria para poder participar en el mundo conceptual. Hay que aclarar que el hecho de que el hombre sea una criatura que también pertenece a un orden trascendental no implica, en absoluto, que abandone el reino de la ley. Las naturalezas no se sustituyen mutuamente, ni se superan en el sentido hegeliano del término[6]. 

Para McDowell, a partir de que se da el desarrollo de una “Bildung” y de que se logra entrar así al espacio de las razones, el hombre deja de percibir a su entorno como lo hace un animal a través de su receptividad. El entorno, como dice Hans-Gerog Gadamer, se transforma en mundo. Y es que es la “Bildung” la que habilita a los conceptos a entrar en juego al momento de experimentar el mundo. Desarrollada la “Bildung”, a la experiencia se le superpondrá un contenido conceptual y, de ahí en más, no habrá más percepciones no conceptuales. En otras palabras: para McDowell, es a partir de que el hombre ingresa en una cultura, que toda intuición devendrá necesariamente conceptual. Lo que permitirá que todo lo que componga el reino de la ley, hombre incluido, aparezca como abierto al sentido y permeable al significado sin que ello implique incurrir forzosamente en un platonismo desenfrenado, que concibe al significado como llegando desde el mundo de las ideas, o volver a un estado de cosas pre-moderno, como sería abrazar una visión supersticiosa de la realidad[7]. La “Bildung” sería, entonces, la que propiciaría la reconciliación de los dos reinos, al autorizar la entrada del contenido empírico en la escena del espacio lógico de las razones. De ese modo, sería posible construir un conocimiento que, evitando precipitarse en la ingenuidad del “Mito de lo dado”, sí mantuviera al mundo como instancia de arbitraje con valor epistémico. 

De lo que expusimos anteriormente se deduce que el concepto de “segunda naturaleza” o, más concretamente, el de “Bildung”, es absolutamente vital en la epistemología de McDowell. Sin embargo, aún queda la interrogante de a qué se refiere específicamente el autor cuando habla de “Bildung”. McDowell afirma explícitamente en un pasaje de “Mente y Mundo” que la transformación del hombre en una criatura de “segunda naturaleza” deja de parecer misteriosa cuando atendemos al hecho de que el elemento central en esa transición es el lenguaje. Con ello, el lenguaje se constituye en una pieza fundamental de la arquitectura epistemológica de McDowell. Veámoslo a continuación. 

b. El lenguaje: expresión de la segunda naturaleza

Si hubiera que resumir la filosofía de McDowell, tanto su epistemología como su antropología, en una sola frase seguramente diríamos la siguiente: en su concepción mínima, el hombre es un animal con logos. Lo de animal porque, como vimos, para McDowell el hombre posee una “primera naturaleza” que lo emparenta con el resto de los seres vivientes que pueblan el reino de la ley. Y lo de logos porque la vaguedad de ese palabra parece corresponder casi que simétricamente con lo que McDowell asigna al concepto de “segunda naturaleza”. Precisamente, del mismo modo en que logos significa en griego “razón”, “sentido” o “palabra”, la idea de “segunda naturaleza” de McDowell envía a nociones similares, como son “espacio de las razones”, “Bildung” o “lenguaje”. 

Pero esa polisemia que encontramos tanto en la palabra logos como en la de “segunda naturaleza”, de ninguna forma, casual. Lo que sucede es que en ambos es muy fuerte la idea de que el lenguaje o la palabra actúan como el fundamento de la/s razón/es. Y es aquí donde la propuesta de McDowell se torna decididamente aristotélica. En efecto, así como Aristóteles afirmaba, en su “La Política” que “sólo el hombre, entre los animales, pose la palabra” y que es gracias a la palabra que puede “…poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones.”, así también McDowell asevera que el lenguaje es el instrumento capital para la configuración del espacio lógico de las razones, corazón de la “segunda naturaleza”. El espacio lógico de las razones, al que ingresamos ni bien aprendemos un lenguaje, es definido por el autor como el conjunto de reglas y modos de vida que se desarrollan en el seno de una comunidad y que pautan la relación de ésa comunidad con el mundo. Además, el espacio lógico de las razones también provee de justificaciones para las creencias a la vez que autoriza o desautoriza determinadas acciones y conductas sociales. La conexión entre el lenguaje y el espacio lógico de las razones, McDowell la describe de la siguiente manera: 

“[…] al iniciarle en el lenguaje, se introduce al ser humano (antes de que él mismo entre en escena) dentro de algo que ya involucra conexiones presuntamente racionales entre conceptos, conexiones presuntamente constitutivas del diseño del espacio de las razones.” (2003, 198)

Para el autor entonces, al aprender un lenguaje, el hombre ingresa en un espacio lógico de las razones ya trabajado; esto es, ingresa en una red conceptual que ya contiene razones para explicar por qué las cosas son como son. Esto que acabamos de decir no es menor. En efecto, el hecho de que vea en el lenguaje un receptáculo que provee razones para dar cuenta de las cosas, habla de la vital importancia que éste reviste para McDowell. Y ello porque esa visión coloca al lenguaje como el espacio en donde toma lugar la preciada síntesis de intuición y concepto. Para McDowell, en el lenguaje, y he aquí, quizás, el punto nodal de su concepción, se resuelven, como veremos en breve, la tensión de los contrarios: el significado y la normatividad, de un lado, y la realidad desencantada y el reino de la ley, del otro. Es que al hacer que las cosas “aparezcan” de una cierta manera y no de otra, el lenguaje, por decirlo de algún modo, “produce” el primer germen de juicio, que es el primer y más básico zócalo conceptual del que pueden derivarse todos los demás, todo el sistema del conocimiento. En ese sentido, podemos decir que el lenguaje es para McDowell el elemento central para exorcizar las angustias filosóficas, para lograr el puente entre intuición y concepto. 

Que el lenguaje se constituya como una condición sine qua non del espacio lógico de las razones responde al hecho de que éste permite algo tan fundamental como es una primera concretización de lo mental (McDowell, 2003, 199). Esto quiere decir sencillamente que, como expresa en “Mente y Mundo”, el lenguaje es la herramienta que le abre al hombre la posibilidad de pensar; y, con ello, la de conocer y de actuar éticamente en el mundo. Si no hubiera lenguaje, entonces, no habría epistemología ni antropología porque directamente tampoco habría mente. En vista de ello, no sería errado decir que el logos, entendido en el sentido de lenguaje, es lo que, para McDowell, hace al hombre un hombre. De allí que diga en el pasaje que citamos anteriormente que el hombre entra en escena cuando es precisamente iniciado en el lenguaje. Dicho de otro modo: a través del lenguaje, el hombre viene al mundo. 

Aunque el espacio de las razones no se deduce ni se encuentra de forma objetiva en el mundo, sino que se genera a partir de la espontaneidad subjetiva, esa primera “concretización de lo mental”, que produce el lenguaje, no ocurre a nivel del individuo aislado, como es el caso del cogito cartesiano. Explicamos. Siendo consistente con su realismo epistemológico, para McDowell, el lenguaje tiene una fuerte función indicativa. Esto es: el lenguaje esencialmente muestra y muestra lo que “está ahí afuera”, que es la realidad desnuda. Los lenguajes constituyen los elementos que prueban esa apertura, “openess”, constitutiva hacia el mundo (McDowell, 2003, 241) de la que hablábamos anteriormente. Sin embargo, en tanto esencialmente público, el modo que el lenguaje tiene de mostrar ésa realidad dependerá directamente del ethos particular de cada comunidad. Como Aristóteles, McDowell suscribe la idea de que el hombre es un animal social y no encuentra ninguna prueba más fehaciente de ello que la posesión del logos, del lenguaje. Vinculando lenguaje con comunidad, la argumentación de McDowell, en este punto en particular, se engarza con un atenuado historicismo que conviene abordar. 

Como expone McDowell (2003, 199), según el filósofo Michael Dummet, el lenguaje constaría de dos funciones igualmente valiosas: ellas son 1) ser un instrumento de la comunicación y 2) actuar como vehículo del pensamiento. No obstante, ambas funciones no son sino secundarias a los ojos de McDowell. Para él, y he aquí su historicismo lingüístico-epistemológico, lo esencial del lenguaje es su capacidad para actuar como depósito de la tradición que una determinada comunidad acumula históricamente, generación tras generación. El lenguaje es el espejo de la historia y la historia es el agente que dota de individualidad a ésa comunidad. En plena sintonía con lo que señaló dos siglos atrás el filósofo alemán J. G. Herder, para McDowell, el lenguaje parece ser una suerte de “gran recipiente” que conserva las experiencias histórico-vitales más importantes de una sociedad x. Y esas experiencias son trascendentales en la epistemología de McDowell porque son éstas justamente las que ofician de criterios fundamentales del espacio lógico de las razones “acerca de qué constituye una razón para qué cosa” (McDowell, 2003, 199). 

De lo anterior se sigue que, para McDowell, es la experiencia histórica el elemento responsable de labrar las conexiones del espacio lógico de las razones. Esa experiencia histórica, que está en continua transformación, no obstante, gana en el lenguaje una relativa estabilidad. Valga aclarar que cuando decimos “estabilidad” no significamos con ello rigidez. Las conexiones del espacio de las razones que se trazan en el lenguaje son estables ya que logran sobrevivir durante períodos considerables de tiempo. Sin embargo, como el mismo McDowell pone de relieve, que las conexiones racionales sean entretejidas por la historia no implica que éstas se fosilicen, deviniendo así inmunes a la reflexión y a la crítica. Al contrario. Es una obligación, dice el autor (2003, 286), de cada generación, hacer una revisión crítica de ése legado que se les entrega. Empero, el mismo ejercicio de la crítica exige estar ya inmerso en una tradición, a saber, en un lenguaje. 

Que el lenguaje y, junto con él, el espacio de las razones, sean tallados por la historia peculiar de una comunidad, no socava la posibilidad de construir un espacio “universal” de las razones que trascienda todas las comunidades. En la filosofía de McDowell, a diferencia de la de Hegel, la eticidad particular de una comunidad no se desarrolla en detrimento de una eticidad universal. Si bien McDowell no niega que las sociedades humanas sean conjuntos éticos, políticos y culturales singulares, sí niega, en cambio, que éstas sean radicalmente singulares, como afirma Hegel. Esto es: las comunidades de McDowell no son totalidades herméticas que, para ponerlo en lenguaje hegeliano, en su ser por-y-para-sí deban excluir a todas las demás, a través de la negación dialéctica. Según su visión, es posible conjugar las instancias particulares, es posible entretejer los diversos espacios de las razones. Esa concepción de que las tradiciones pueden encontrarse, McDowell la extrae de la filosofía de Gadamer, quien propone en su texto “Verdad y Método” (1960), un mecanismo hermenéutico de “fusión de horizontes”. 

En contraposición con lo que señala Davidson, quien creía que la “triangulación” podía garantizar presuntas redes conceptuales “objetivas” y “equivalentes” más allá de las diferencias culturales, de acuerdo con la tesis de Gadamer, afiliada a la filosofía de Herder, las tradiciones lingüísticas conllevan inevitablemente tradiciones conceptuales o, de lo que es lo mismo, de horizontes divergentes. No obstante, la filosofía de Gadamer no se estanca en un relativismo irreductible. Como dijimos, Gadamer propone una fusión de los diversos horizontes que no implicaría necesariamente la composición de una lingua universalis sino que consistiría más bien en que los miembros de una comunidad cultural se iniciaran, aprendizaje mediante, en otra tradición cultural (Friedman, 1996, 464). Como hace expreso en “Mente y Mundo”, McDowell suscribe esa postura de Gadamer, afirmando, contra Davidson, que si bien el diseño del espacio de las razones depende directamente de la tradición, de igual modo, es posible concretar una fusión de los horizontes particulares (McDowell, 2003 284-286). 

Ahora bien, ¿por qué McDowell da un lugar de privilegio en su epistemología a la tradición y a la historia? Lo que sucede es que, haciendo hincapié en la tradición y la historia como los forjadores de las conexiones del espacio de las razones, McDowell quiere evitar, a toda costa, que el espacio de las razones caiga en la órbita de la primera naturaleza, de lo que constituye el aparato perceptivo, sello distintivo de nuestra animalidad. Es que, de lo contrario, toda su filosofía del lenguaje, así como toda su epistemología, se convertiría en una inquisición de orden científico. En tal caso, la tarea sería la de buscar leyes, patrones, regularidades estadísticas y no razones. Sin embargo, para McDowell, el espacio de las razones crece y madura en su propia esfera; una esfera apartada, de características autárquicas, moldeada por la espontaneidad, que brota a partir de esa segunda naturaleza, que es la “Bildung” y que alcanza manifestación social con el lenguaje. A esta segunda naturaleza, defiende y reitera McDowell, no se accede por medio de ninguna ciencia, de ningún procedimiento empírico, sino a través de la investigación filosófica. Porque sólo la filosofía puede develar razones. 

Ésa es, a nuestro entender, el dictum implícito que está en la base misma de la obra de McDowell obra. En efecto, el hecho de defender con tanta tenacidad la existencia de una segunda naturaleza, no responde simplemente a la voluntad de despejar un problema epistemológico, como es el caso del coherentismo versus el Mito de lo dado. Según nuestra lectura, ésa es nada más que la punta del iceberg. En el fondo, para McDowell, en la cuestión de la existencia de una segunda naturaleza se cifra algo mucho más importante: la posibilidad misma del pensar filosófico. Es que de no existir una segunda naturaleza que, McDowell presenta como la garantía única de la libertad, el sello distintivo de la trascendentalidad del hombre, sería difícil, sino radicalmente imposible, concebir una actividad como la filosófica: la filosofía, en tanto expresión cultural y manifestación de un logos racional, solamente tiene sentido si presuponemos que es libre. De lo contrario, la filosofía pertenecería al orden de la primera naturaleza, al reino de la ley, lo que implicaría el triunfo definitivo de la res extensa sobre la res cogitans; la reducción de todo pensamiento y de todo significado a un mero movimiento del cerebro, al actuar involuntario de las conexiones neuronales, como sucede con la insulina y el páncreas o la hiel y hígado. Y ésa sería, sin duda, la angustia más profunda e insoportable; la angustia que McDowell más se empeña en evitar. 

3. Bibliografía

Bernal, Jorge. Conservando el realismo. Sobre los supuestos metafísicos de John McDowell. En: Ideas y valores, No. 124 (Abril, 2004), Bogotá. pp. 35-49. 

Betzler, Monika. Book review. Harvard University. En: Erkenntnis, No. 48. (Mar., 1997), pp. 113–118.

Bird, Graham. McDowell's Kant: Mind and World. Philosophy, Vol. 71, No. 276 (Apr., 1996), pp. 219-243. 

Bransen, Jan. On the Incompleteness of McDowell’s Moral Realism. En: Volume 21, No. 1-2 (2002) pp. 187-198.

Encabo, Jesús Vega. Habitar el espacio de las razones. En: Revista de libros de la Fundación Caja Madrid, No. 105 (Sep., 2005), p. 23-25.

Friedman, Michael. Exorcising the Philosophical Tradition. En: The Philosophical Review, Vol. 105, No. 4 (Oct., 1996), pp. 427-467. 

Gibson, F. Roger. McDowell's Direct Realism and Platonic Naturalism. En: Philosophical Issues, Vol. 7, Perception (1996), pp. 275-281.

McDowell, John. Mente y mundo. Ed. Sígueme, Salamanca. 2003.

Tait, W. W. The myth of the mind. En: Topoi, 21, No. 1-2 (2002), pp. 65-74. 

Thornton, Tim. John McDowell. Ed. McGill-Queen’s. Montreal. 2004.

[1].- “The notion of the logical space of reasons goes back to a passage in Sellars’ “Empiricism and the philosophy of mind”, where he writes . . . in characterizing an episode or a state as that of knowing, we are not giving an empirical description of that episode or state; we are placing it in the logical space of reasons, of justifying and being able to justify what one says. [Sellars, 1963, p. 169]” (Tait, pp. 13-14) 

[2].- En efecto, esa es la interpretación de Kant que McDowell hace. Lo que no quiere decir que sea la única. En el artículo “McDowell's Kant: "Mind and World", Graham Bird señala lo siguiente: “My view is that his account [McDowell’s] is fundamentally mistaken […] as McDowell stresses, his Kant is Strawson's Kant. But […] Strawson's Kant is not Kant, and so McDowell's Kant is not Kant either.” (Bird, 1996, 219)

[3].- Gibson, en su artículo “McDowell's Direct Realism and Platonic Naturalism” interpreta a McDowell en el mismo sentido que lo hacemos nosotros: “McDowell maintains that aspects of the external world (i.e., the world of "outer experience"), exist independently of all instances of experiencing, or, more generally, of all instances of thinking. So, if there were no experiencers, no thinkers, there would still be an external world. However, despite this thoroughgoing realism, McDowell maintains that no aspect of the world lies essentially beyond the scope of thought.” (Gibson, 1996, 277) 

[4].- En realidad, va mucho más allá: “[…] McDowell intenta mostrar que no hay ningún hueco metafísico entre el mundo y nuestro pensamiento, de manera que lo que pensamos, cuando es verdadero, es un hecho que existe en el mundo de manera objetiva e independiente.” (Bernal, 2004, 44)

[5].- Esto, como señala Michael Freidman, genera un claro problema: “Suppose we grant to McDowell that the understanding comfortably resides in our human second nature produced by maturation and initiation. Nevertheless, one important object of the understanding is the non-human part of nature belonging to the realm of law. And if we persist in characterizing the understanding as "our capacity to recognize and bring into being the kind of intelligibility proper to meaning," it is still not clear how the very same understanding can also produce the modern scientific intelligibility appropriate to "mere meaningless happenings.” (Friedman, 1996, 447)

[6].- En esto McDowell se alinea con la efímera escuela de los neokantianos de Baden. Los neokantianos de Baden también diferenciaban a la naturaleza de la cultura, lo que implicaba instrumentar métodos de investigación distintos para ambos dominios. Mientras que las ciencias naturales debían operar sobre la base de métodos inductivos, las ciencias culturales debían abstenerse de la generalización, y remitirse a la individualidad de cada cultura. (Safranski, 2003, 58)

[7].- En efecto, "experiences are actualizations of our sentient nature in which conceptual capacities are inextricably implicated"; and in this way "we can keep nature as it were partially enchanted, but without lapsing into pre-scientific superstition or a rampant Platonism". (Friedman, 1996, 446)

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