La concepción de los derechos en las teorías teleológicas y deontológicas en Nozik y Rawls
Parte I
Por Lic. Jonathan Arriola
1.
Introducción
En la presente tríada de
artículos, intentaremos hacer una aproximación, aunque somera, a las
principales teorías de justicia. Ellas son, de un lado, las teorías
teleológicas, como el utilitarismo y, del otro, las teorías deontológicas, como
las que plantean Nozick y Rawls. En especial, profundizaremos sobre cómo
conciben y cómo fundamentan las mencionadas doctrinas los derechos individuales.
En esta primera parte, comenzaremos con una breve introducción que pretende
informar al lector sobre el renacimiento de estas teorías y sobre las
diferencias que separan a las teorías teleológicas de las deontológicas. Se
proseguirá con un estudio sobre el marco general del utilitarismo. En el
segundo artículo, veremos la concepción de los derechos individuales nos
adentraremos sobre el libertarismo de Nozick. En el tercer y último artículo,
veremos la teoría de justicia distributiva de Rawls y finalizaremos con una
conclusión, que pretenderá resumir los puntos más importantes.
·
El
renacer de las teorías de justicia
Desde principios de siglo XX las
teorías de justicia desaparecieron de la discusión política, moral y
filosófica. Ello se debió, como señala Aguilar (s/d), a varias razones. En
primer lugar, a la primacía de un canon epistemológico, que ejerció un domino
indiscutido durante la mayor parte del siglo XX, según el cual las ciencias
sociales debían abstenerse de sondar cualquier enfoque normativo, dado que
concebía que los valores pertenecían al reino de lo no racional y que, por lo
tanto, no merecía un estudio científico o filosófico. En segundo lugar, la
filosofía había sido ocupada, grosso modo, de Wittgenstein en adelante, por un
enfoque exclusivamente lingüístico. Se aseveraba así, y sin reparos, que todos
los problemas de la filosofía eran simplemente problemas del lenguaje, lo que
condujo inevitablemente a una apatía por los problemas relativos a la justicia
social. En tercer y último lugar, existía una fuerte predominancia del
marxismo, que aspiraba a resolver los problemas de la distribución justa al
instaurar una sociedad comunista.
Pero todo ello cambió
rotundamente con la publicación de A
Theory of Justice (1970) de John Rawls quien, rompiendo con el tabú y
superando el desinterés generalizado por el tema, reflotó, con renovados aires,
la preocupación por la justicia. El enfoque, por llamarlo de algún modo,
“normativo-racional” de Rawls venía a competir, de par a par, con el utilitarismo
y con las teorías marxistas que habían hegemonizado la escena política,
económica y social durante varias décadas. Con la aparición de filósofos de la
talla de Nozick, Habermas, Dworkin, Elster, etc., que se sumaban al debate,
enriqueciéndolo, se inauguraba una nueva era en la historia de la filosofía
moral, en donde las teorías de justicia pasarían a cumplir un rol esencial en
la definición de los deberes del gobierno, en la organización de las
instituciones sociales y económicas, en la construcción de más y mejor
ciudadanía y, por último pero no menos importante, en la deliberación acerca de
los alcances y los límites de los derechos. Esto último es primordial ya que el
cometido primero de toda teoría de justicia es proporcionar un argumento filosófico
que sustente una visión sobre qué son los derechos, cómo debe ser su
distribución en el marco de la cooperación social y cómo deben ser valoradas
las acciones que se realizan en nombre de ellos. En grandes líneas, podemos
decir que existen, más allá de las subdivisiones y los matices internos, dos
grupos de teorías de justica: las deontológicas y las teleológicas. Cada una, y
respondiendo a su enfoque, visualizará de forma diferente la cuestión de los
derechos. Veamos sus diferencias.
·
La
diferencia entre las teorías deontológicas y las teleológicas
Como bien pone de relieve Rawls
en el capítulo 1 de A Theory of Justice,
la diferencia esencial entre las teorías deontológicas y teleológicas versa
sobre cómo se relacionan en la doctrina lo que es bueno (good) y lo que es
justo (right). En efecto, mientras que las teorías deontológicas se preocupan
por definir un criterio de justicia independiente con respecto a la concepción
de lo bueno, las teorías deontológicas, por el contrario, buscan fijar primero
una concepción de lo bueno, un thelos,
para luego subordinar el criterio justicia a dicha concepción.
La postura teleológica entiende
a la justicia como una suerte de función de lo que ha sido definido a priori
como bueno. Según cuál sea la concepción de bien, estaremos ante distintos
tipos de teorías teleológicas. Si el bien a perseguir es el dolor, entonces
estamos ante una teoría de tenor epicureísta, si es la felicidad entonces
estamos ante una teoría del tipo eudomonista y si es el logro de la excelencia
entonces estamos ante una teoría que podríamos denominar como perfeccionismo
(Rawls, 1999, 22). En el caso del utilitarismo, como veremos, el bien es
definido como el bienestar, lo que puede ser interpretado, según el autor y el
contexto, a veces como placer, a veces como felicidad o sencillamente como
utilidad. Con las teorías teleológicas la justicia es vislumbrada simplemente
la maximización del bien, lo que la coloca como un medio más que como un fin en
sí mismo.
Inversa es la situación de las
teorías deontológicas, en donde lo que importa es aportar un principio de
justicia, como puede ser, por ejemplo, la dignidad humana en el caso de
Habermas (2002) o la auto-posesión en Nozick (1999) y, a partir del mismo,
desplegar todas sus consecuencias sociales, económicas y políticas, sin
importar cuales puedan ser sus efectos medidos en términos de felicidad
general, del placer o de riqueza. El criterio de justicia que proponen las
teorías deontológicas, no incluye una noción de la vida buena que todos deberían
aceptar. Más allá de que eventualmente pueden definir un piso mínimo sin el
cual no se puede llevar adelante una vida buena, como es el caso de Rawls, en
general, las teorías deontológicas son de la idea de que la justicia consiste
en garantizarle a cada quien la posibilidad de seguir su propia ruta, su propia
visión de lo bueno, siempre y cuando se ajuste a unas normas generales que
deberán ser definidas, la mayoría de las veces, en un contrato.
Como
señalásemos más arriba, estas diferencias de enfoque generan diferencias
considerables en la conceptualización de los derechos. Veámoslo en
detalle.
2.
Las teorías teleológicas
·
El
utilitarismo: una aproximación general.
El utilitarismo, en sus
diferentes variables y subgéneros, es el ejemplo perfecto de una posición
teleológica en filosofía moral ya que presenta una visión del bien a la que
toda la organización social debe subordinarse. En ese caso, y como
adelantásemos en la introducción, el bien es concebido como la maximización del
bienestar de la sociedad. Por lo tanto, se concebirá que una sociedad será
justa en la medida en que sus instituciones estén arregladas de tal forma que
logren la felicidad del mayor número.
Antes de continuar, y a los
efectos de comprender un poco mejor a esta corriente de pensamiento, se hace
necesario aclarar sus bases tanto conceptuales como históricas. Si bien es
verdad que John Stuart Mill y Jeremy Bentham son sus padres fundadores y que es
en el mundo sajón en donde esta filosofía ejercerá mayor influencia, no es menos
cierto que las raíces profundas de esta corriente se remontan hasta la Francia
ilustrada del siglo XVIII y, en particular, a la obra del filósofo
Claude-Adrien Helvétius. Considerado, tanto por Isaiah Berlin como por Jonathan
Israel, de los filósofos más radicales dentro de la Ilustración, en la obra De l’esprit (1758) Helvétius expone una
tesis que lo coloca claramente como un pensador utilitarista o, por lo menos, y
dado que su texto es bastante anterior a los de Mill y Bentham, como
“proto-utilitarista”.
En efecto, afianzado en la
filosofía de Epicuro y en la línea de un sensualismo gnoseológico, Helvétius
sentencia que, cual átomo, el hombre es movido por un sólo principio: “amar el
placer y odiar el dolor”. Y ése es tan verdadero y evidente, dirá el philosophe, como
que dos más dos son cuatro y como que la tierra es redonda. Sin
embargo, advierte que ése sencillo e intuitivo principio ha sido
sistemáticamente afrentado por los gobernantes ignorantes, por las tradiciones
irracionales, por las instituciones económicas ineficientes y, en particular,
por la ignorancia de la religión. De allí el congénito desdén utilitarista 1)
hacia todas las autoridades supremas, auto-declaradas divinas, que intentan
dictaminar lo que es bueno y justo; 2) hacia la teología, que se figura un
hombre completamente distinto al hombre real o empírico; 3) hacia el
iusnaturalismo que aduce fundar supuestos derechos en una deificación de la
Naturaleza y 4) hacia toda metafísica en general; un rechazo que estará
presente en todo el pensamiento utilitarista hasta la actualidad. Una vez
removida esas disrupciones, señala Helvétius, que representan la ignorancia,
las falsas doctrinas religiosas y morales y las vetustas instituciones
políticas de la monarquía, la sociedad se orientará a promulgar la felicidad de
sus integrantes y entonces devendrá, casi que automáticamente, un orden justo
(Bonilla, 2009, 7).
Este primer boceto de
utilitarismo que Helvétius presenta, todavía a trazo grueso, será retrabajado
por Mill y Bentham y ulteriormente por Sidgwick, quienes lo enlazarán con el,
por entonces en auge, empirismo británico. El resultado es una doctrina que
trata al individuo como una suerte de máquina que busca racionalmente minimizar
el dolor y potenciar el placer.
A su vez, el utilitarismo
entiende que lo que es bueno para el individuo, debe ser bueno para la sociedad
en su conjunto. Para sustentar dicha tesis, el utilitarismo postula la idea de
que existe un espectador imparcial. De acuerdo con esa tesis, el espectador
imparcial es la figura que, a través de un proceso de identificación
simpatética, logra colocarse en la posición del otro, de modo que puede
experimentar sus deseos como si fueran propios. Una vez conocidos los deseos,
el espectador imparcial, que es una suerte de encarnación de una racionalidad
perfecta, hará extensivos esos deseos, adscribiéndoselos al resto de los
individuos de la sociedad. Y es que si se presupone que todos los individuos
son racionales, como él, no habría, en principio, motivos para creer que lo que
es bueno para un individuo no sea bueno para el resto. Los individuos, como las
sociedades, eligen siempre lo que es mejor racionalmente para ellos.
Pero el espectador imparcial no
cumple sólo un rol de observador. Su trabajo es también intervenir en la
realidad, conjugando, como si fuera un gran puzle, todos los deseos de los
individuos en un único y gran sistema, que habrá de distribuir la carga de
derechos y obligaciones en función de la maximización del bienestar agregado.
De más está decir que en esa maniobra, ese espectador imparcial se transforma
un legislador utilitarista, que debe sopesar las opciones en base a una lógica
simple de costo-beneficio. Para los utilitaristas, por lo tanto, la política
pública debe hacer caso omiso a las concepciones religiosas y morales y dejar
de lado los intereses propios para abrazar como criterio univoco de la decisión
el incremento general del placer. Lo esencial es asignar los recursos escasos
con los que cuenta la sociedad del modo más eficiente. La opción A será mejor
que la B o que la C siempre que proporcione mayores niveles de
satisfacción.
De lo anterior se desprende que,
como bien apuntan Van Parijs y Arnsperger (2000, 29), el utilitarismo es
portador de una ética fuertemente consecuencialista. Y es que no evalúa a las
instituciones según los valores que encarnan o los principios que defienden
sino, y casi que exclusivamente, por las consecuencias que tienen en la
maximización del bienestar agregado. Por otro lado, el utilitarismo es también
individualista, ello es visible en el hecho de que el bienestar agregado se
mide a partir de la satisfacción de los bienes individuales y de que el interés
colectivo no difiere en absoluto de la suma de los intereses individuales. En
tercer lugar, el utilitarismo, para seguir con la caracterización que exponen
Parijs y Arnsperger, es welfarista por cuanto, como hemos visto, supone que las
consecuencias de una política deben ser evaluadas en términos de bienestar o,
en inglés, de welfare. Esto es: un utilitarista estará satisfecho si logra
saciar las preferencias del mayor número de individuos posibles.
Todas estas conceptualizaciones
del utilitarismo tienen efectos teóricos y prácticos muy importantes sobre la
visión y la implementación de los derechos individuales, lo que veremos en el
próximo artículo.
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