Isaiah Berlin y la crítica a la Ilustración

El filósofo Isaiah Berlin es reconocido tanto por sus originales aportes a la doctrina liberal, su carácter rupturista con algunos puntos centrales de la filosofía Occidental y, aunque resulte paradójico, con el propio liberalismo, como así también por sus invalorables contribuciones a gestar lo que hoy conocemos como “historia de las ideas”, cuyo estatuto como disciplina independiente es el resultado de su monumental trabajo.

En general, lo que más ha trascendido de la obra de Berlin ha sido su distinción entre “libertad positiva” y la “libertad negativa”. La primera es aquella que pone el acento en la auto-realización, entendiendo por ésta la consecución de un ideal superior y, por ende, liberador mientras que la segunda es aquella según la cual soy libre en la medida en que no tengo obstáculos humanos externos que se opongan a mi voluntad. Sin embargo, poco se conocen las razones por las cuales el autor traza esa distinción y, mucho menos, cuál es el recorrido intelectual y filosófico que lleva al filósofo inglés a su preferencia general por la libertad negativa, a la que entiende fundamentalmente como un escudo frente a los embates autoritarios o incluso totalitarios de las sociedades modernas.

Al igual que Adorno y Horkheimer, Berlin aduce que en el núcleo del pensamiento iluminista anida una necesidad por comprender todo. En su diagnóstico, y siguiendo la distinción que traza en su opúsculo El erizo y la zorra (1958), los filósofos ilustrados serían, en su mayor parte, “erizos”: esto es, pensadores que, a diferencia de los “zorros” y su intrínseca vocación pluralista, priorizarían un abordaje monista de la realidad y, de ese modo, se propondrían la construcción, a toda costa, de grandes sistemas coherentes y universales, de fuerte carácter nomológico y cerrados sobre sí mismos. Y, de nuevo, en sintonía con el planeamiento de Adorno y Horkheimer advierte que esa forma de comprende la realidad y, en particular, la realidad política, moral y social encierra un germen totalitario, que a menudo terminan en la intolerancia y en el sacrificio de minorías o de opositores en el altar de un supuesto progreso. De ahí que, como hacen los autores de Dialéctica de la Ilustración por su lado, el autor subraye encendida la diferencia epistemológica y metodológica entre las ciencias naturales y las ciencias humanas –una diferencia que el positivismo, al menos, el “positivismo clásico”, se rehusó a establecer en su momento- y de ahí también su compromiso vital con el llamado pluralismo de valores, según el cual los valores humanos, al ser por naturaleza inconmensurables, no serían reducibles a un patrón racional único, con lo que, al menos en esa esfera, el autor elimina la posibilidad de un verdadero progreso.

Ahora bien, aunque, en lo esencial, comparte con los pensadores de Frankfurt esa postura crítica hacia Las Luces hay que subrayar que la crítica de Berlin es de una naturaleza filosófica considerablemente distinta. En efecto, mientras Adorno y Horkheimer acusan al pensamiento ilustrado desde las trincheras de la Teoría Crítica y, por lo tanto, desde una filosofía ecléctica que mixturaba, algo alegremente, marxismo, psicoanálisis y antropología, Berlin lo hace apostado, primero, en la tradición empirista y liberal británica y, segundo, aunque no menos importante, en la triple identidad cultural –judía, rusa y británica- de la que es portador orgulloso y en la que ancla precisamente su incansable defensa del pluralismo y sobre la cual, ulteriormente, fundará su célebre distinción entre “libertad positiva” y “libertad negativa”.

Animados por los logros que la razón aplicada obtenía en el campo de las ciencias naturales, “les philosophes”, apunta Berlin, intentaron transpolar la razón deductiva e inductiva a otros campos del conocimiento humano, como la Historia, la Literatura, la Política y la Ética. Es más, para ellos, ése era justamente el primer paso hacia una reorganización de la sociedad, cuyas nuevas instituciones se ajustarían rigurosamente al gran parámetro dictado por la razón. Como la razón devuelve verdades y como las verdades no se contradicen entre sí, sino que se complementan, en sociedades gobernadas por la razón, la armonía de los fines humanos y el consenso a propósito de los valores políticos y éticos correctos, estarían asegurados: en esa utopía consistiría precisamente el progreso ilustrado.

Según la lectura de Berlin, la Ilustración afirma que la sociedad se dirigirá por una senda de desarrollo no sólo material sino también espiritual, ni bien sea impulsada por la ciencia. Rompiendo abiertamente con la larga tradición agustiniana, Las Luces predicarán que la sociedad no es un orden inmutable. De la mano del conocimiento científico, el hombre puede orientarla hacia un estadio de mayor plenitud. Al lado del avance de la industria, de la técnica, del aumento de la producción y de la diversificación de los productos, afirman los ilustrados, como vimos en la parte anterior, que también se concretará, por medio de la acción de una misteriosa «indissoluble chain», un avance en materia política, moral e, incluso, estética. Lo que sucede es que la Ilustración piensa que una vez eclipsada la ignorancia por la “luz” del conocimiento, la sociedad podrá estar en condiciones de resolver todas aquellas incógnitas políticas, morales y estéticas que, hasta entonces, sólo habían recibido una aproximación irracional (esencialmente teológico) y un tratamiento metodológicamente inadecuado. La Ilustración cree, dice Berlin, que conforme las ciencias se perfeccionan, el prejuicio y el error, los mayores enemigos de una sociedad justa, se desvanecerán para dejar paso así a una era de paz y prosperidad. En el imaginario del Iluminismo, la historia es una función del desarrollo del conocimiento científico o, de lo que es lo mismo, de la razón teórica y práctica.

Pero Berlin nos advierte que lo que comenzó como una entusiasta aventura teórica que aspiró seriamente a construir una sociedad perfecta, terminó, en la práctica, en la instauración de los más feroces totalitarismos modernos. En el afán por liberar a la sociedad de toda imperfección, en la porfía por crear una política capaz de solucionar, para siempre, todos los problemas, algunos de estos proyectos, hijos del propio Iluminismo, se convirtieron en lo que las mismas Luces habían identificado como el enemigo a combatir: regímenes dictatoriales que se establecieron, paradójicamente, en nombre de la razón y del progreso. La promesa iluminista de un futuro perfecto habría inspirado, en la lectura de Berlin, las insanias del Tercer Reich de Hitler, del Holodomor stalineano o del Gran Salto Adelante de Mao.         

Según lo que mostraba la ciencia de la época, las verdades del mundo exterior no colisionan entre sí. Cuando existen dos explicaciones antagónicas de un mismo fenómeno, se deduce que alguna de ellas no está en lo correcto, dado que, según el paradigma científica, para cada pregunta sólo puede existir una respuesta posible. Como el mundo humano no difiere en absoluto del mundo físico, debe regir en él, concluyen los ilustrados, la misma norma de no contradicción. Por lo tanto, si los sistemas morales chocan, dice Berlin comentando a la Ilustración, si los fines políticos se superponen y si las apreciaciones estéticas se contradicen, será, entonces, porque algunos de ellos no son correctos. Y al darse esta persistencia del error en el seno de la sociedad se genera una situación indeseable de injusticia y conflicto.

Según Berlin, para la Ilustración, toda opresión, toda desigualdad así como toda guerra nacen del error o, de lo que es lo mismo, de una comprensión equivocada de los fines racionales que están inscriptos en la Naturaleza. Una vez encontrado el orden moral, el régimen político y el sistema estético correctos, y una vez implementados, todos los conflictos sociales serán solucionados de un plumazo. A tal punto llega el racionalismo hiperbólico, argumentará Berlin, que incluso creen posible la aventura de construir una sociedad perfecta. Advierten, sin embargo, que para ello debe exigírsele a cada hombre el máximo compromiso con los dictados de la razón. Quien no lo haga, quien se mantenga aferrado al prejuicio o a la ignorancia, le impedirá a la sociedad entera el logro de la perfección. Y, para la Ilustración, una sociedad perfecta, nos dice Berlin, ideada desde la razón, no puede permitir ningún elemento irracional dentro de ella porque, de ser así, la opresión, la injusticia, el caos y la guerra, los viejos fantasmas del Antiguo régimen, otra vez se abrirán paso.
      
Las consecuencias del monismo, advierte Berlin, sea racional, sea religioso o sea político, son potencialmente nefastas. En ese sentido, la Ilustración no fue la excepción. Los filósofos ilustrados más comprometidos con esa razón monista, anunciaron que, aquellos que no encuadraran o se desviaran del rígido proyecto racional, deberían ser, citando a Rousseau, “obligados a ser libres”. 

Berlin opina que, en ese aspecto, el “Siècle de Lumières” era portador inconsciente de un mal congénito. Encandilada con la posibilidad de articular una sociedad perfecta, la Ilustración hizo a un lado el discurso de los derechos individuales para recurrir a una cuestionable imposición de la razón. Lo que sucedió es que frente a la grandilocuencia de un relato que aseguraba que la sociedad ideal estaba al alcance de la razón, de que el bien, la paz, la justicia y la igualdad eran conceptos de pleno armonizables sólo si se escuchaba atentamente la voz de la razón, toda reivindicación de derecho individual parecía más un mero capricho, una interferencia molesta hacia el “progreso” inevitable, que una pretensión legítima. Y para Berlin, cuanto más se pensaba en estos términos, tanto más tolerable se volvía, entonces, el recurso a la coacción.

Es por lo anterior que Berlin se comprometerá con una defensa de la libertad negativa, pues concibe que mientras el liberalismo quiere emancipar al individuo de los abusos autoritarios del poder político, la esencia misma de la libertad negativa, la Ilustración, abrazando una concepción positiva de la libertad, quiere, en nombre de un “meta-relato”, como el del progreso, emanciparlo de la autoridad de la irracionalidad, lo que podría incluir su propio yo, sus pasiones e ignorancia. En su periplo por emprender esa defensa de la libertad negativa acudirá a autores Contra-Iluministas, como Vico y Herder, que, según Berlin, proporcionarán una visión más pluralista de la realidad humana y relativizarían la estridencia racionalista del progreso.

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